Por María Belén Mulle Bernedo, Licenciada en Psicología
INBIOMED-Universidad de Mendoza
Cuando comenzamos a observar, examinar, estudiar o trabajar tratamos de empaparnos del tema, conociendo los conceptos que rodean el asunto o que son parte fundamental. Este principio con el que muchos funcionamos o que nos es útil al momento de adentrarnos en una empresa es el que utilizaremos, por ello nos remitiremos al título del artículo.
Etimológicamente, crisis, palabra de origen griego, hace referencia a una rotura o una separación. La segunda parte del título de origen latino hace referencia específicamente a la mitad. Así es que, anudándolos y haciendo una síntesis podríamos comenzar diciendo que la crisis de la mediana edad es una etapa de la vida que trascurre entre los 40 y 50 años aproximadamente y que se caracteriza por una rotura, algo parecido a un “quiebre”. Vaya, qué forma más lacónica y agradable de ponerla en palabras, pero quienes han pasado por esta etapa de sus vidas o están transitándola saben que este quiebre es… mucho más.
Luego de una etapa de plenitud de fuerzas, donde el impulso y los ideales de la juventud pesan y hacen madurar, aumentando la conexión entre las ideas bien pensadas y la aplicación a la realidad correctamente, vista desde todas sus aristas, las personas que caminan en la crisis sienten que sus fuerzas físicas disminuyen, que el sistema inmune es más débil, y comienzan a requerir más licencias laborales, entre otras. El metabolismo se relentiza, la visión se ve afectada y aparecen patologías como la presbicia, la elasticidad de la piel es menor y aparecen marcas de expresión.
A esto se asocian realidades económicas y familiares: los hijos comienzan a transitar una etapa preuniversitaria o universitaria. La ausencia física de ellos, por encontrarse a grandes distancias o su simple ausencia por estar involucrados en tareas nuevas que los hacen más independientes y la creciente sensación de que “de mi se puede prescindir” o “ya no me necesita”, se vuelve un pensamiento reiterativo en la cabeza. Contando además con la reestructuración económica que ello implica. El trabajo se intensifica, junto con las responsabilidades, la competencia laboral aumenta y se perciben los dos extremos: las generaciones juniors y los compañeros prontos a jubilarse.
Así mismo la experiencia puede jugar en contra y las ilusiones pasan, y no sólo las que son de la esencia de la juventud, sino también las que procedían del hecho de que la vida aún conservaba el carácter de la novedad.
Hasta este momento la seriedad, la resolución, la responsabilidad de poner los fundamentos, de edificar sobre ellos y de luchar han venido determinando la conciencia. Pero ahora todo eso pierde su frescor, su novedad, cuanto tenía de interesante y estimulante. Paso a paso se va sabiendo con certeza qué significan las palabras lucha y trabajo. Se ha experimentado cómo se portan las personas, cómo surgen los conflictos, cómo se da comienzo a una obra, cómo se desarrolla y cómo se termina, por qué cauces discurre una relación personal, cómo aparece y cómo pasa una alegría…
Se pierde el atractivo del encuentro fresco, de las nuevas empresas. La existencia adquiere el carácter de lo ya sabido. “Ya vengo de vuelta”. Las cosas tienen olor e incluso color a viejas, adquieren tonalidad de conocido. Regular, monótono, rutina y uniforme son palabras que se hacen frecuentes en el léxico e invaden los pensamientos. Advierten desengaños con personas en las que habían depositado sus esperanzas y confianza, incluso algunos miembros de la familia o la pareja.
Como decíamos, todo esto no puede reducirse a una definición, ya que deja una sensación poco placentera y la elocuente idea de límite y creciente cansancio toca la puerta.
No obstante, como toda crisis, puede ser afrontada de forma positiva y negativa: todos hemos visto a un niño desarmar algo y observar cómo funciona, pero también lo hemos visto armar algo y cómo se ha dibujado una sonrisa en su rostro por el logro alcanzado. Estas dos experiencias son dos caras de la misma moneda y en afán de analogía permiten poner en perspectiva cómo se puede vivenciar esta etapa de la vida.
Los varones y mujeres que la afronten positivamente aprenden a valorar la libertad que implica la autonomía creciente de los hijos, que da tiempo para disfrutar más con la pareja, compartiendo: salidas, cenas, viajes y/o leyendo, comenzando actividades deportivas o recreativas que tal vez “siempre” quisieron pero pasaron a un segundo plano. También pueden ayudar a sus hijos impulsándolos a buscar la verdadera independencia. Volverse reflexivos a un nivel más profundo buscando el equilibrio y la alegría en la cotidianeidad, educándose en los límites físicos, biológicos, emocionales y laborales.
Empero, hay varones y mujeres que experimentan todo con sentimiento de tedio y hastío. Perciben el paso del tiempo como una amenaza y peligro, experimentan vulnerabilidad y miedo: comienzan actividades de alto impacto, ponen sus límites al punto de la inflexión y los pasan, visitan lugares que frecuentan sus hijos e hijas, compran en tiendas para adolescentes; perciben sólo injusticias en el trabajo, ven a los trabajadores jóvenes como una amenaza, compiten con ellos por miedo al reemplazo o a que los desplacen.
Sin duda las estrategias de mercado y políticas que reinan son amenazadoras y en estas ocasiones no ayudan poniendo a todos en “igualdad de condiciones” sin aprovechar y utilizar las variedades de recursos y ponderando que en la diversidad está la fortaleza. Por ello es fundamental que cada persona que transita por esta etapa sea quien cambie sus lentes y utilice sensatamente su crisis como un AS.
Un buen horizonte para alguien que pasa por este momento puede resumirse en modificar el proverbio “No hay nada nuevo bajo el Sol” por “Todo lo que sucede, sucede ahora por primera vez”, para así vivir el presente con un aire matutino y renovador, haciéndose de las cosas con la experiencia con la que se cuenta y con el gusto que sólo tiene el vino que ha pasado por una buena cava de roble por unos años.