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Escuela y vida: Resignificar la educación

La gente le ha dado un sentido nuevo al que tenía la escuela un año atrás. Los padres y abuelos nos están diciendo que una vida sin aprendizaje no es vida y que vale poner el pecho por la educación de los niños.

Por Luis Paris

Parece que vuelve la escuela. Usted me dirá que nunca se fue, que solo vuelve la “presencialidad”. Las encuestas muestran, sin embargo, que una mayoría de padres quiere la vieja y conocida escuela. Hace menos de un mes importantes gremialistas afines al gobierno condenaban la vuelta a la escuela como un “suicidio” sanitario. Nada cambió desde entonces, los docentes, los padres y los niños no están vacunados, pero la escuela vuelve y esto gracias a la presión de la opinión pública.

La escuela -desde la primaria al posgrado- siempre ha sido mi “iglesia”, el lugar donde nos reunimos como comunidad para encontrarnos con aquello que nos hace más humanos: el deseo por aprender. Esta institución la inventaron los antiguos griegos. Antes de ellos, por ejemplo, en Egipto, se enseñaban oficios prácticos y así vos podías aprender alfarería o hacer adobe o jeroglíficos o luchar. La idea de un espacio donde un maestro le enseña a jóvenes cosas que no sirven para hacer nada específico es enteramente griega y se deriva del mayor invento entre varios -teatro, deporte y filosofía- de ese pueblo milagroso: la democracia.

Los maestros griegos enseñaban a ser hombres en una democracia, un sistema social donde cada sujeto debía participar en la toma de decisiones y, por lo tanto, estar preparado para pelear como soldado pero también para pensar, razonar y criticar, es decir, para producir sentido. Un sentido que, además, debía ser comunicado en la asamblea, por lo que también tenían aprender a hablar. La otra clave de la escuela es la obsesión de los griegos con la “excelencia” (que llamaban “arete”). Ya en la Ilíada y la Odisea, los poemas épicos del siglo ocho A.D (¡hace casi tres mil años!), los generales les piden a los guerreros esforzarse en mejorar indefinidamente sus técnicas de lucha pero también su pensamiento para tomar las mejores decisiones en la batalla. El griego no se aceptaba tal y como había nacido, sabía que esforzándose podía ser mejor: ser bueno (en lo que sea) era algo que se podía aprender.

Esa es la esencia de la escuela, que no tendría sentido si debiéramos conformarnos con lo que somos al nacer. Así como los mendocinos no aceptamos vivir entre jarillas y nos esforzamos por lograr que ese mismo suelo diese los mejores vinos, no aceptamos que nuestros niños sean simplemente lo que son, tenemos escuelas, clubes y maestros para que saquen lo mejor de ellos. Los argentinos le han pedido al gobierno volver a clases con un grito ensordecedor que muestra una revalorización de la escuela que sorprende gratamente. Los padres y los abuelos argentinos están diciendo que vivir sin aprender no es vida: prefieren correr el riesgo (controlado) de un contagio a que los chicos se queden sin aprender. Aquí hay una dramática resignificación de la educación. Es un hito importante que deberíamos aprovechar para pensar realmente qué escuela queremos.

No es algo que le podamos dejar a los políticos que hace décadas charlatanean con la presencia del Estado mientras mandan a sus hijos a colegios privados, se atienden en hospitales privados y no hacen fila para vacunarse. Tienen postrada la educación y su gran propuesta se limita a ocultar el deterioro prohibiendo que exámenes internacionales evalúen a los alumnos. Tienen incrustada la noción del privilegio y nada más alejado del concepto de escuela.

Aprender requiere esfuerzo personal que, una vez alcanzado, otorga mérito. El maestro es un facilitador y una guía, pero el que tiene que hacer el trabajo es el que quiere aprender. El tema es qué queremos enseñar y esto depende en última instancia de qué personas queremos que sean nuestros hijos y si no se tiene hijos se trata de saber con qué clase de persona quiere compartir el barrio, la ciudad, el país. Imposible analizar el tema en este espacio pero permítanme apenas señalar dos ideas. La primera es que necesitamos abandonar la ecuación que resalta la memoria y la recepción para cambiarla por una centrada en la creatividad. El maestro tiene que dar a los alumnos mucho más para hacer -escribir, experimentar, buscar, leer, comprender- que para memorizar. La segunda es que el sistema unitario de educación hace que las líneas directrices se tomen en Buenos Aires con dos consecuencias nefastas. Primero se elimina la creatividad de las maestras y maestros que devienen en meros repetidores de un libreto ya escrito. Segundo, la eficacia del aprendizaje depende imprescindiblemente en adecuar el diseño del mensaje a alumnos con diferentes posibilidades y necesidades. El unitarismo propone lo opuesto, un solo mensaje para todos, negando así las profundas e innumerables diferencias entre los niños.

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