El desafío de las ciencias cognitivas es mostrar que la infinita creatividad y sutil complejidad de la experiencia humana surge de una mente arraigada en un cuerpo. Se trata ahora de explicar la experiencia humana sin degradarla con reduccionismos fáciles, pero mostrando los lazos necesarios entre cuerpo y mente. Con ese fin se pone al lenguaje como el eje cognitivo sobre el que se monta la subjetividad.
Por Luis Paris
Dijimos en la nota pasada que el habla se asienta en la conversación. Conversar presupone el reconocimiento de la soledad constitutiva de la subjetividad: el sujeto está separado del otro y éste solo puede acceder a los pensamientos de aquél si son puestos en palabras. La conversación es el puente para salir de esa soledad y constituirnos en la subjetividad interpersonal y social que somos. Al conversar expongo mi subjetividad al otro y aquí aparece un fenómeno esencial que denominamos ‘rostro’. Somos conscientes de que nuestro interlocutor tiene una imagen de nosotros -nuestro ‘rostro’- que depende en mucho de lo que decimos en la conversación. Buscamos naturalmente ser aceptados e incluso queridos pero esta aceptación depende mucho del ‘rostro’ que expongamos. Cada subjetividad intentará ocultar aquello de sí mismo que no parece deseable para constituir un rostro aceptable. El grado de separación entre la subjetividad genuina y el rostro puede ser pequeño y normal o llegar a niveles quizás patológicos, como en el personaje Zealig de Woody Allen. El habla cotidiana también registra al ‘rostro’. Se dice que alguien es ‘careta’ cuando su vida pasa demasiado por cuidar su ‘rostro’ social; y si alguien te ‘cortó el rostro’ es porque te dijo cosas que desnudaron de contenido la imagen que querías dar. El comportamiento de los niños es la evidencia más fuerte de la existencia del ‘rostro’. Es normal que no sepan nada de tener un rostro ni de cuidar el de otros, así tu hijo le puede decir a un desconocido ‘¿por qué tenés la nariz tan grandota?’, con naturalidad, mientras vos te morís de vergüenza. El fanfarrón, por ejemplo, es un personaje que magnifica su ‘rostro’: necesita contarnos lo bueno que es y la grandeza de sus logros y de lo que tiene. Todos tenemos un rostro que proteger y sabemos que para que la comunicación fluya debemos cuidar también el rostro del interlocutor. Sin embargo, en ciertas profesiones el rostro es casi todo. Pienso en los artistas, la gente de los medios, los “influencers” o los políticos. El político sabe que su éxito electoral reside en parte en controlar su rostro; por eso contrata un asesor de rostro (o ‘imagen’). Es la obsesión con el rostro lo que lleva a muchos a decir siempre lo que la audiencia quiere escuchar, es decir, a proyectar un rostro que sea infaliblemente aceptado. El problema es que distintas audiencias pueden tener intereses muy variados, incluso opuestos, y de aquí que ciertos políticos digan hoy algo totalmente opuesto a lo que dijeron ayer. No usan el lenguaje para decir genuinamente lo que piensan sino para lograr una aceptación que les permita obtener lo que realmente quieren pero que es inconfesable porque revelaría la cruda intención de usar a las personas como si fuesen dispositivos desechables. ¿Por qué cuesta tanto desenmascarar a los que solo hacen manipulación de rostro? Obvio, si se trata de tu jefe que la juega de ético hablando de moral y vos sabés que le paga ‘propina’ al inspector, cortarle el rostro sería la ruina económica. Pero incluso nos cuesta hacerlo cuando no hay perjuicio real. Es que cortar el rostro es hacer algo que hará que el interlocutor no nos acepte y queremos ser aceptados. En última instancia, el dilema es si decir la verdad es más fuerte que el miedo a la soledad del rechazo.