Por Luis Jait
Yo no sabía, hasta que llegué aquí hace más de treinta años que “eso de ser feliz” podía sucederme. Tampoco sabía que hasta ese momento lo mío que era el esfuerzo, el un poco más, el después no era suficiente.
Llegué a Chacras porque la nostalgia de la casa de los Abuelos del campo insistía una y otra vez en hacerse presente. Tanto que pensé vivir por Pilar y, quizás por las novelas de Sandokan y sus piratas malayos pensé también en una Isla del Tigre. Pero la familia se impuso y aquí vinimos.
Era un Chacras de Coria donde podía andar en el Himan o en el Gaucho, un par de caballos que compartí con Peter Scheneider, o andar en bicicleta con hijos, sobrinos, amigos de los hijos o correr tan temprano que nos tocaba esperarlo al sol con Enrique Glerean. Por supuesto, caminar con Jorge Cremaschi en Parque la Colina y asombrarme una y otra vez de los árboles que allí hay. Y si no alcanzara, apenas un ciento de metros, cruzando Panamericana, el Pedemonte, esa invitación a la aventura sin límites, sin alambradas, en aquellos tiempos, donde empezamos a entrar con bicicleta.
Pero, lejos, más allá de paisajes, Chacras de Coria llenó mi vida con amigos, empezando con Peter y el Guri y por ser las últimas en ser amigas Fabiana y Cecilia.
Y obvio, vivir aquí y charlar de montañas y vinos te hace “fácil” un escritor.
Te debo Chacras, por hacerme feliz.