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Un monstruo verde, un cuento de Gabriel Gallar

Cuando la madre se lo dijo, sintió  un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Quedó muda y pasmada,  sólo pudo responderle con gesto de fastidio.

Era una tarde de noviembre, calurosa, seca. Desde la tierra brotaba, como un rebote del sol, más calor.

Miró hacia la punta del surco. “Ya falta menos” –se consoló.

Siguió inclinándose rítmicamente. Trabajaba rápido, eficiente. Se detenía sólo cada dos surcos para beber agua de un balde de lata que la esperaba bajo la sombra de un añoso carolino.

Le dolía la cintura y las manos pegajosas por el desbrote del ajo. Gotas de sudor le cosquilleaban entre los ojos e intentaba sacarlas con un sacudón de cabeza. Se restregaba la cara con la punta de la manga de su camisa terrosa.

Se apuraba cada vez más, intentando no pensar en la noticia que le dio su madre. Pretendía aturdirse.

Desbrotó tres surcos sin parar. El calor siestero se tornaba insoportable, pero ella lo toleraba. Cuando llegó a la punta se sentó a la sombra. Con un jarro se desparramó agua por el torso sudado.

Tenía doce años y las manos agrietadas por la tierra, por el cabo del azadón, por la totora escarchada de agosto, por el sarmiento áspero de la viña.

Cerró los ojos y vio todo rojo. El sol se quedaba bajo los párpados. No sabía insultar, pero le hubiese gustado. Suspiró sin convicción. Se incorporó odiando esa chacra, esa tierra ajena y emprendió con bronca otro surco más.

Ya no le interesaba apurarse. Se detenía ante cada planta. La contemplaba, estudiaba el brote y casi lo acariciaba antes de arrancarlo. Eludía los cascotes del surco y se secaba el sudor con un trapo que llevaba en el bolsillo.

Furtivas lágrimas comenzaron a mezclarse con las gotas de transpiración. No quería ni debía llorar porque ya era grande. Miró hacia el cielo. Era muy azul, demasiado azul para ella. Escuchó un grito que le llegó desde la otra punta del surco. Su padre le hacía señas de que había que apurarse.

“Cierto”- se dijo- “A dos pesos por surco nunca vamos a arribar.”

Hasta el atardecer trabajó sin pensar. Miró hacia el oeste y calculó que ya era hora de volver a casa. Corrió sin demorarse a contar cuántos surcos había desbrotado. Se lavó la cara y los brazos con agua fresca.

Sentada en la galería comenzó, pacientemente a sacarse la tierra de entre las uñas con la punta de un palito. Cavilaba. La madre la sacó del ensimismamiento: -“Ayudame a tender la ropa antes de que oscurezca.”

Más tarde entró al cuarto en penumbras. Su hermana dormitaba una fiebre de dos días.

-“¿Te enteraste?” –le preguntó susurrando. La hermana la miró con ojos desviados y asintió con  un movimiento de la cabeza.

-“¿Vos vas a ir?”-volvió a susurrar.

-“No.”  “La mami dijo que me quede en la cama.”

- “Lo que me faltaba.”- protestó. –“Tener que ir sola.”

Durante la cena casi no probó bocado. Mantuvo los ojos fijos en el plato con sopa. Comieron en silencio, como siempre. Pretendía que la cena se extendiera indefinidamente. Quería detener el tiempo en la fijeza de su mirada.

Al fin, alguien dijo algo y tomó conciencia de la realidad. Bebió la sopa fría, aunque eso ya no importaba.

Se tiró en la cama. La habitación olía a ajos, ella también. De reojo confirmó que su hermana dormía. Se acarició el rostro aún ardiente y quieta, muy quieta, como queriendo no estar o no ser, entrecerró los ojos. Pensamientos que no deseaba, imágenes en súbito desorden y cierta angustia en el pecho la hicieron removerse entre las sábanas.

Desde la cocina llegaba una musiquita de radio que la fastidiaba. Atisbó por la ventana abierta de par en par. Este noviembre no da respiro. El calor persiste y hace más tardía a la noche. –“Estúpidos grillos que no saben otra cosa.” –se desquitó en silencio.

No sabía qué hacer. Si intentar dormir o permanecer en vigilia. Su hermana decía palabras incomprensibles, susurrantes. Tiritaba. Le acarició la frente que hervía como la siesta al secano. Empapó un trozo de tela y lo acomodó bajo la nuca.

El trajín de la jornada la iba venciendo. En el instante en que, agotados por la fatiga, los ojos se cerraban, se incorporaba repentinamente sobre la cama. Agitada, sobresaltada, sollozante.

Así pasó gran parte de la noche. Pero el cuerpo, cansado de sol y de surcos terminó por rendirse.

Entonces la bruma del miedo comenzó a aclararse en las imágenes del sueño. Se veía limpia, recién peinada con el cabello tirante sujeto con una tirita roja. El guardapolvo almidonado, impecable; los zapatos brillantes de betún negro; el rostro resplandeciente.

Estaba parada en el cruce del callejón con la calle asfaltada por donde aparecería el colectivo verde. Casi no tenía miedo, sólo ansiedad. Estaba absolutamente sola. No alcanzaba a divisar su casa. Al clarear, estaba esperando un micro por primera vez en su vida.

“¿Cómo será…?”- se preguntaba. “Pagar el boleto, buscar un asiento y que el micro arranque no sé para dónde y que no me entren mareos…”

Lo que más temía era no saber bajarse y seguir viajando arriba del micro y luego perderse.

Miraba hacia el este y no aparecía. “¡Por qué nos tuvimos que mudar para acá!” – protestaba. “Si antes cruzábamos la finca a pie y llegábamos a la escuela.”

Y soñó que a lo lejos vio venir al colectivo. Al principio le pareció un monstruo verde, gigante. Y que tuvo coraje de levantar el brazo para ordenarle al monstruo que se detuviera y que realmente se detuvo.

Y soñaba que tenía la certeza de que se bajaría en el sitio exacto con alegría y que le iba a contar a sus compañeros esta fantástica aventura… Cuando sintió un remezón en el brazo y entreabrió los ojos turbios de sueño.

Su madre, en camisón, le susurraba algo. No entendía lo que pasaba… Iba en el micro, contenta y de repente…

“¡Vamos – insistió la madre-, levantate rápido.” “Te vas a ir en bicicleta porque no tenemos para el micro.”

Suspiró profundamente. Con los ojos inmensamente abiertos se reconoció en su pieza. Se incorporó de un brinco y abrazó a su madre que no entendía nada.

Casi de un sorbo bebió el te y, como si este fuera el día más feliz de su vida, pedaleó canturreando hacia la escuela.

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