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Contracuento

Esa mañana el Dr Marianetti decidió borrar su preocupación por su querido joven amigo Sosa Bacarelli y sumergirse en una decisión trascendental en el presente.

Debía desalentar completamente la idea de seguir manejando. Tenía 82 años y sentía que sus reflejos no estaban hiperkinéticos como antes frente a un tránsito enloquecedor que no respetaba señalización alguna y que hablaba de una paranoia colectiva.

Llamó un taxi (para alegría de Margarita) y se dirigió a la Universidad Aconcagua a tomar exámenes finales, no antes de preparar dos cápsulas de Tranquinal que puso en el bolsillo izquierdo del pantalón.

Hacía tiempo ya que sentía una especie de horror al tener que enfrentar el analfabetismo cultural de los alumnos que se presentaban a ser evaluados completamente vacíos de información y de vergüenza. Así corrían los tiempos nuevos, pensó.

Antes de entrar al aula volvió a pensar en Sosa Bacarelli un instante, el amigo sin edad, como lo llamaba para sí. Sosa Bacarelli era atemporal. Su espíritu almacenaba un extenso abanico de edades históricas. En fin, siguió meditando, este mundo no perdía la producción de seres extraños.

Muy pronto su mente se hundió en casos de esquizofrenia, paranoia, histerias, colapsos de todo tipo, presentados por los alumnos.

Esa tarde los exámenes le habían parecido interminables.

Subió al taxi aliviado. Pronto estaría en su casa. Pero fue entonces cuando recordó que tendría que enfrentarse allí, a un grupo de obreros tratando de arreglar el piso inundado de su biblioteca por una pérdida en el techo, surgida mientras veraneaba en Chile.

Casi llegando a su casa, sintió un irrefrenable deseo de no entrar y ordenó al taxista que siguiera hasta La Piadina, el restaurante de las buenas pastas, en calle Italia.

Sorprendido, allí se encontró con Sosa Bacarelli, que bebía una fría cerveza Budweisser.

Ambos parecían huir de algún serio inconveniente.

Sosa Bacarelli le contó que había tenido un serio altercado en la Universidad con el presidente de mesa en uno de sus exámenes finales y el Dr Marianetti contó lo suyo.

Sorpresivamente se miraron y se entendieron con una sola mirada. Pagaron, salieron y en taxi se dirigieron a un descampado cerca del pedemonte. Una riña de gallos  centraba la atención de un grupo grande de personas absortas en la demoníaca pelea.

Nunca supieron cuánto tiempo se quedaron allí.

Sólo amanecía cuando el taxi los llevó de regreso……

Onelia Cobos

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