Por Nicolás Sosa Baccarelli
Dibujo: Rubén M. Sosa
Nadie te ha cantado nunca.
Nadie ha sabido de tus horas,
ni de tus días, ni de tus andanzas.
Nadie supo que naciste. Nadie sabe.
Nadie preguntó dónde es tu casa.
Repleto de noche y perros
has muerto entre monedas y desprecios.
…y cosas olvidadas.
Nadie supo tu nombre. Nunca. Nadie.
Harto de asfalto y sobras, ni siquiera
aquellos que hicieron que nacieras. Nunca. Nadie.
Nadie te ha visto en realidad
cuando la tarde alarga plazas
de las estatuas a la higuera.
Nadie te ha hablado. Nunca. Nadie.
Como si no existieras.
La muerte del mendigo
Hay una erupción de noche en su ventana.
Un último dejo de luz, la sombra triza.
Hay un caracol de humo que se escurre
entre sus muecas duras.
Y una muerte en sus profundas
manos que se estiran.
Hay un adelanto de la noche en mí.
En él, la oscuridad: un filo agazapado.
Ardiendo en un incendio horizontal,
ha muerto ya en la acequia,
con su pobreza gris y su miseria
de perros y de trapos.
Allí empieza la tierra a ensombrecerse
- llanto de crepúsculo en los patios -
Como lámparas nocturnas, dos luciérnagas,
vistiéndolo y dejándolo.
Después la extremidad.
Después despojos.
Se demora sobre él algún desprendimiento
de piel, de arruga y de memoria
que el hambre la marcó al recuerdo.
Después su torso simple
en su destino de mugre genital, mudo y cansado.
Sólo queda un perro que se aleja triste.
Y un hueco en el cañaveral, deshabitado.