Categoría | Cultura

Arte del “primer mundo”: el espectador como terrorista

Por Nicolás Sosa Baccarelli

Apenas ingresé tuve dos robustos guardias que me indicaron con firmeza la dirección por donde debía transitar. Dudé un momento, pensé, miré hacia arriba, apenas amagué apoyar  mi mochila sobre el piso para relajar la espalda. Pero antes de que mi bolso tocase el suelo sentí sobre mi hombro el peso de una mano gruesa que me obligaba a avanzar. El guardia no me habló, sólo me apoyó su mano de gigante y con la otra me dio la orden de no detenerme. Yo accedí obligado. A los pocos metros otros dos custodios morenos y uniformados me observaban con sus enormes brazos cruzados y una mirada ruda. En sus cintos lucían oscuras armas de mano y una cachiporra. Caminábamos todos hacia el mismo lugar y en un silencio espontáneo que apenas se cortaba a veces por algún comentario en un idioma indescifrable y casi en secreto. Todos los presentes proveníamos de países diferentes y todos sabíamos que el procedimiento era inevitable. Un tanto indecoroso, pero absolutamente inevitable. La fila avanzaba con rapidez y cada tanto se demoraba unos segundos cuando se revisaba alguna persona mayor. Al llegar a un punto determinado nos separaban, nos clasificaban. Y así se formaban dos filas paralelas que recién se unificaban más adelante en el ingreso definitivo. Llegó mi turno, apoyé mi bolso sobre la cinta y me quedé observando cómo se deslizaba hasta que desapareció dentro del aparato. Nunca lo vi salir.   Detrás del visor otro vigilante observaba atento sin quitar los ojos de la pantalla. Mi bolso ya había logrado entrar. Ahora faltaba yo. Intenté avanzar hacia el detector de metales cuando escuché una voz que me indicó:

-         The hat and the belt too.

Obedecí en silencio. Puse mi boina en un recipiente y deslicé  mi cinturón por las presillas hasta extraerlo del todo. Lo coloqué sobre la boina, y ambos se fueron por la cinta. Ahora sí, pensé. Sujetándome el pantalón con una mano avancé despacio… y crucé. La gente de atrás observaba mis movimientos y al mismo tiempo trataba de aprenderlos  para no cometer los mismos errores. Al cruzar, sentí una estridente alarma.  El sujeto que tenía adelante, me tomó del hombro y me hizo retroceder. Me miro a los ojos, levantó su mano y me dijo con el índice en el aire:

-         Take off your shoes.

Me agaché e hice lo que me pedía con la mano que me quedaba libre. Saqué mis alpargatas y pensé qué ridículo sería guardar algo allí dentro. Miré mis pies un poco sucios de tanto caminar y me avergoncé. Los apoye pudorosamente. Y así mis alpargatas también se fueron por la cinta.

Avancé nuevamente. Esta vez con una mano sujetando el pantalón, la otra apoyada sobre el detector de metales y mis pies sucios y desnudos. La alarma no sonó. Todavía quedaba un paso. El vigilante me hizo levantar la mano que me quedaba libre y  recorrió mi cuerpo con un pequeño detector de metales más preciso que el anterior. Nada llamó su atención. Una mujer de unos cuarenta años, de complexión sólida y pésimo humor me llamó del otro lado de un mostrador y me señaló un recipiente. Allí estaban esperándome mi boina, mi cinturón y mis queridas alpargatas.

-          ¿Y mi bolso… lo tiene usted?  Pregunté en inglés. La respuesta fue la entrega de un pequeño prisma plástico con un número. 114. Comprendí: no me devolverían el bolso mientras permaneciera en el recinto.

Por fin había logrado entrar. El procedimiento había terminado.

Y así,  un poco contracturado y algo nervioso, traté de olvidar el episodio y me dispuse a disfrutar mi tarde en The Metropolitan Museum of Art de New York.

¿Era esto lo que se proponía cuando se hablaba de la desdramatización del arte y de la desmitificación de los espacios artísticos?… caramba… ¡qué poco sé yo de todo esto!

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