Sólido pianista y lúcido director. Protagonista de la gran renovación del tango. Uno de los compositores más refinados del género, cuya obra prestigia a la música argentina. Un aventurero que las vivió todas.
Por Nicolás Sosa Baccarelli
París, New York, Buenos Aires. Smokings de los mejores sastres, corbatas importadas de Brighton y camisas de seda con cuello perfecto. Para la foto: en una misma mano, el vaso de whisky siempre lleno, acompañando el eterno cigarrillo. Y la mirada que se pierde en la altura, con el escepticismo del que sabe que el “vento” se escurre y que “la fama es puro cuento”, pero ayuda mucho…
Coches lujosos, estadías en suntuosos transatlánticos, timba de alto vuelo. Amores, muchos -algunos profundos; los más, fugaces…- con las mujeres más hermosas y codiciadas de la “jailaife”. El bigotito delgado y la prodigalidad incondicional que implica gastar lo que no se tiene: no es un aristócrata, simplemente vive como tal.
Por eso es que si el dinero no alcanza y la aventura a emprender es promisoria, está dispuesto a desintegrar su orquesta y -más de una vez lo hizo- a vender los muebles o el piano de cola para correr detrás de una mujer, de un deseo, de una ilusión.
Cincuenta y siete años le sobraron a Juan Carlos Cobián para transitar lo humano, con sus lindezas y sus desencantos, de una punta a la otra. Para emprender una travesía dantesca que lo zambullía de la música sutil, del verso alado, a las sombras densas de la madrugada.
El dúo
Jamás olvidaría Enrique Cadícamo, su fiel amigo y distinguido poeta, la noche en que los presentaron.
Así lo describe en su libro “El desconocido Juan Carlos Cobián”: “…de abundante cabello castaño oscuro, peinado pulcramente a la gomina con una impecable raya al costado que parecía trazada con un tiralíneas, su espaciosa frente, su rostro surcado por borradas huellas de una viruela en su infancia, ojos chicos, casi negros y animados siempre por una punzante luz interior, risa fácil, espontánea y ruidosa, hacían de este varonil personaje lo que los yanquis suelen llamar un galán rough (recio)”.
La noche bordeaba las dos de la madrugada y los invitados a la reunión organizada en la ostentosa residencia de un abogado amigo, pidieron a Cobián que interpretara alguna de sus obras. Aceptó con gusto, bebió un trago de whisky y se sentó al piano a buscar “la nota azul”. Tocó “Shusheta”. “Se diría que tenía en cada uno de sus dedos un estado distinto de conciencia” juzgaría, años más tarde, su compañero de ruta, Enrique Cadícamo.
Entre ellos medió un descubrimiento hondo y recíproco. Conformaron un dúo músico-letrista de una altura y complementariedad únicas. Según las fuentes documentales consultadas son once los tangos que lograron juntos, entre los que se encuentran “Nostalgias”, “Los mareados”, “La casita de mis viejos”, “Niebla del Riachuelo”, sólo por mencionar los más difundidos.
El despegue
Había nacido en Pigüé, provincia de Buenos Aires, el 31 de mayo de 1896. Desde niño se sintió tentado por la música. Su hermana Dolores tocaba el piano y el joven Juan Carlos se mostraba asombrado con el instrumento. Tras radicarse en Bahía Blanca, la familia Cobián decidió inscribir a Juan Carlos en el Conservatorio Williams donde tuvo entre sus maestros a Numa Rossotti.
Al egresar del Conservatorio, Cobián se muda a la ciudad de Buenos Aires y se emplea en cines poniendo música a las películas mudas, y en una conocida cervecería alemana, donde se ejecutaban principalmente valses vieneses pero de vez en cuando también sonaban algunos tangos.
Todavía no era el bon vivant que recordamos. Apenas comenzaba su camino. Sin duda su primer trabajo importante fue en el conjunto del bandoneonista Genaro Espósito, (“El Tano” Genaro) junto al violinista Ernesto Zambonini. El trío se presentaba en un local situado en Corrientes entre Paraná y Uruguay, frente al Teatro Politeama. Se trataba de un reducto casi secreto emplazado en los fondos de una panadería.
Hacia 1916 comienza a tocar junto al gran Eduardo Arolas y al violinista Tito Roccatagliatta en el cabaret “Montmartre”. Dos años después el joven músico ya dirigía la orquesta del cabaret “L´Abbayé”.
Su carrera se vio abruptamente interrumpida por la citación para realizar el servicio militar, con la que, luego de varios rodeos, cumplió. Ya acostumbrado a la díscola vida del cabaret, nada bien la debe haber pasado bajo la rígida disciplina castrense. Sin embargo llegó a ser director de la banda de música de su regimiento y se cuenta que logró llevarla a un nivel que nunca antes había tenido. De estos años es su célebre tango “A pan y agua”.
Un vanguardista
Finalizada su experiencia militar, pasó a integrar, en 1922, el conjunto del exquisito Osvaldo Fresedo. Poco tiempo duró aquí, inmediatamente armó su propio sexteto con los bandoneonistas Pedro Maffia y Luis Petrucelli, los violines de Julio De Caro y Agesilao Ferrazzano, Humberto Constanzo en contrabajo, y él en piano.
Esta formación orquestal es, sin lugar a dudas, una de las más importantes de la historia del tango. Con ella Cobián gesta la gran renovación y sobre la misma, Julio De Caro construirá su famoso sexteto. Con él, De Caro llevará adelante la decantación de los avances musicales más importantes de la época y fundará lo que con el tiempo se denominó la “escuela decareana”, dando inicio a una amplia línea evolucionista en la que militaron los músicos más importantes de nuestro género, ya entrada la década del 40.
Es que -debemos decirlo- la revolución decareana le debe mucho a Juan Carlos Cobián. Eduardo Arolas, Agustín Bardi, Roberto Firpo, Enrique Delfino, Osvaldo Fresedo y Juan Carlos Cobián, son los artífices indiscutidos de la revolución profunda y definitiva del tango.
En la reestructuración que Julio De Caro hizo sobre esta idea musical que Cobián dejó, sentó a su hermano Francisco De Caro al piano, otro pionero, fundador de una escuela pianística que hunde sus raíces en un estilo tributario del mismo Cobián.
La doctrina que se ha dedicado al asunto tiene a Cobián como el responsable de incorporar la “décima arpegiada” en la mano izquierda, y utilizar en sus interpretaciones los bajos para adornar el vacío de los claros melódicos; procedimiento que Francisco De Caro utilizaría luego y en mayor medida. Así nacía el acompañamiento armonizado del piano en el tango, y superaba el instrumento la modesta función que hasta ese momento desempeñaba.
Aventuras
Pero todo esto se produjo en 1923, tras una locura –otra más- de Cobián: dejó todo para viajar a los Estados Unidos, detrás de una señorita que había conquistado, aunque más no sea fugazmente, su corazón. Se trataba de una cupletista española llamada Concepción a quien despidió en el puerto prometiendo buscarla en New York. A ella la esperaba su hija bailarina que residía en el país del norte. A Cobián, su vida noctámbula con los lujos y placeres que parecía no estar dispuesto a abandonar.
Las cartas iban y venían, hasta que un día se decidió. Vendió todo lo que tenía y se embarcó en primera clase del “Southern Cross”. Se reencontró con Concepción y comenzó a trabajar como pianista en locales nocturnos de la Gran Manzana, alternando jazz, fox trot y algunos tangos. Al poco tiempo las jóvenes bellezas newyorkinas ya habían seducido al pianista. Trabó amistad y trabajó con Rodolfo Valentino, evadió como pudo y sistemáticamente la famosa Ley Seca que por entonces prohibía la circulación de alcohol (e incrementaba las ganancias de los grupos mafiosos que se disputaban violentamente ese mercado ilícito) y vivió, como era de esperar, incontables romances. Concepción quedó en el olvido.
Hacia 1927 Cobián vuelve a Buenos Aires, retoma su vida porteña y se casa con una mujer de aristocrático abolengo: Nena Méndez Gonzálvez. El matrimonio hacía realidad el sueño del bohemio que enamora y lleva al altar a la “chica de clase”. Como era de esperarse, la pareja se disolvió prontamente.
Nuevamente viaja a New York, esta vez con su amigo Enrique Cadícamo. Allí conoce a una joven norteamericana, Kay O´Neil, con quien se casó. Al parecer pudo hacerlo, pues su primer matrimonio habría sido previamente disuelto en Montevideo. Tras una corta estancia en la Ciudad de México, vuelve Cobián a Buenos Aires en 1942. Sobre el destino de su segunda esposa, poco se sabe.
Adiós
Conversando sobre el pianista con el renombrado investigador de tango, Néstor Pinsón, nos decía: “Como algunos otros, Cobián fue un tipo bastante “colifa”, inquieto… Y como muy pronto fue conociendo todo, se hartó y se dejó estar. ¿Pudo ser Cobián sin Cadícamo? Posiblemente no. Cobián veía pasar el dinero en buena cantidad de una mano a la otra y enseguida a la de un tercero. Cadícamo, mucho menos. Siempre fue previsor y sacaba temas de donde fuera. Como también ha ocurrido con buena cantidad de músicos, la obra destacada de Cobián, la creó en su juventud”.
Lamenta Pinsón el “hartazgo” creativo al que llegó Cobián, tan prematuramente: “Los tiempos cambiaban y él continuó como en los ´20. Enfermo de diabetes, lució largo tiempo lentes oscuros para ocultar las cataratas que comenzaron a borronear su vista. Un loco lindo, un muchacho calavera y fiacún”. Luego, “se alejó de la actividad musical voluntariamente, recluyéndose en su modesto departamentito de la calle Montevideo”, según recordaba Luis Adolfo Sierra.
“Al igual que Arolas, fue devorado por la vida… Cada uno es dueño de su existir” remata Pinsón. La parca se lo llevó empobrecido a los cincuenta y siete años.
Nos quedan sus tangos. Recordamos, más allá de los citados, “El motivo” (con letra de Pascual Contursi que grabara Gardel), “Salomé” (considerado junto con “Sans Souci” de Enrique Delfino, los primeros “tangos-romanza”), “Biscuit”, “Gitana”, “El cantor de Buenos Aires”, “Rubí” y una pieza de colección de una belleza elogiada por los más exigentes intérpretes: “Mi refugio”.
“¿Había algo que hacer en la tierra después de haberlo conocido todo?” se preguntó a la hora de su muerte, Enrique Cadícamo.
Poco después de su partida, en 1958, se le realizó un homenaje radial que incluyó unos versos de Cátulo Castillo:
“Adiós Juan Carlos Cobián. Te regalo este poema hecho con café, con lágrimas, con recuerdos… con ausencias. Con este poco de gloria que Buenos Aires te entrega.”
Así se fue Cobián, como en los versos de Cátulo,
repleto de ausencias,
de vida y de gloria.