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Nunca nos faltan los pretextos

Los cielos de Europa se oscurecían frecuentemente durante la Edad Media a causa de los incendios de los bosques. Un sospechoso método de purificación era llevado a cabo por los cristianos, quienes combatían de esta manera singular y salvaje a los paganos que se refugiaban en las arboledas impenetrables.

Con el descubrimiento de América y la abolición, un tanto forzada, del paganismo los incendios de los bosques europeos finalizaron. Unos paganos más interesantes se vislumbraban en el horizonte, estos tenían oro, entonces se talaron los árboles apenas crecidos para construir barcos.

Nuestra relación con los bosques ha sido siempre una desproporcionada batalla. Tal vez un rencor ancestral nos invade al ver como cada primavera los árboles hacen un tributo a la belleza, mientras que las hojas que de nosotros cayeron, nunca volverán a renacer. Sus despojos mortales se convierten en cálidas maderas, en cambio los nuestros toman la triste textura del olvido.

Hace mucho que talamos de nuestros corazones cualquier indicio de respeto por la vida. Nos hemos podado la capacidad de emocionarnos ante la tibieza de las cosas. Cortar un árbol ya no es más que una penosa emulación de lo que nos hemos hecho a nosotros mismos. Hoy, envanecidos sin ninguna razón que lo justifique, estamos parados en la cima de una montaña muerta, sin que nada se anime a crecer a nuestro alrededor, pero si un árbol, apiadado de nuestra inmensa soledad se le ocurre desplegar sus ramas a nuestro alcance. Seguramente, para darle hacha, no nos van a faltar pretextos.

Carlos Dante Mendoza

(PONER FOTO ARBOL CORTADO ACA)

Fábula de los árboles de mi ciudad

A mi hija María Haydée

que fue como ellos,

un ramaje de paciencia y dulzura.

¿En qué aire andará?

Para mi que fue una noche

que entraron sigilosamente a la ciudad

y se quedaron aquí para siempre.

Quizás para escribir el nombre de las estaciones,

o por esa piedad que tienen los árboles

cuando el aire está solo.

O piedad de nosotros.

Acaso no es que sea menos triste

una ciudad arrodillada bajo la lluvia,

o dejar caer una sombra

sobre los ardientes balcones del verano,

o los amantes

para que recuerden que también estuvieron solos

antes que les viniera el amor como una arboleda.

Dicen que vinieron con los hombres.

Quizás sea cierto, pero los hombres olvidan

que antes ellos fueron un sueño del agua.

Por eso creo la mía, la que le escuché al viento.

El primero que los cantó.

La luna los estaba esperando.

Después vinieron los pájaros.

Mario Padín

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