Categoría | Cultura

Leopoldo Lugones navega hacia la muerte

Por Nicolás Sosa Baccarelli

 

El 18 de febrero de 1938, Leopoldo Lugones, uno de los escritores mayores de la Argentina, ponía fin a su vida. Pero lo sobrevivía su obra, su visión, y  las ardorosas polémicas que supo despertar.  Frustraciones, miedos, amor: hipótesis para explicar su muerte misteriosa y premeditada. Inició una saga de trágicas muertes familiares, una especie de maldición. En la primera entrega de El Telescopio, revivimos ese momento crucial del gran poeta y ensayista.

 

… yo estaba solo entre mi pensamiento y la eternidad. Iba cruzando con dantescos pasos la noche…

                                                             L.L.

 

Quién sabe en qué pensaba el poeta mientras miraba por la ventanilla del tren Retiro -Tigre ese 18 de febrero de 1938. Quién sabe en qué azaroso objeto del camino se detenía su mirada, para desnudar con cautela las cosas del mundo, una vez más. El tren tragaba kilómetros y traía desde la distancia un aire húmedo, lleno de líquenes, de peces, de mosquitos. Ajustó su corbata y dejó salir un suspiro que lo estremeció. No era miedo, era un último gesto de valor. No todos los días se topa uno con la muerte y ese día Leopoldo se encaminaba a enfrentarla por sorpresa. Tomó una lancha colectiva y se arrimó a la baranda para ver la luna arañando el agua por última vez. Vivo aún, sintió que el río ya lo había devorado y que el resto era tan sólo un sueño de lo que ya había ocurrido.

Llegó a El Tropezón, un parador modesto. Pidió una habitación y se encerró. Sólo llevaba a la vista un volumen de Groussac y, en un bolsillo, una botellita del veneno salvador. Pudo haber recordado algún verso de Rimbaud, o un párrafo de Sarmiento. O a lo mejor una callecita humilde de Buenos Aires que le traía un aire a su Villa María natal. Pudo haber cruzado su mente la mirada fresca, la sonrisa espléndida y sensual de esa muchacha que tenía edad para ser su hija, pero era su amada. Algo, alguien, cualquier cosa.

Sobre la mesa había una botella de whisky, un vaso de agua, y una carta. No explicaba nada. Sólo advertía que él sabía lo que hacía. También solicitaba que lo enterraran sin cajón y sin lápida  y prohibía que se diera su nombre a algún sitio público. Luego, como un Sócrates vernáculo, Leopoldo apuró la cicuta y se dejó caer con alivio sobre la habitación número 9 de ese parador del Tigre.

Exactamente un año antes, Horacio Quiroga, había bebido una dosis de cianuro, ese veneno económico de farmacia, al alcance de suicidas pobres pero resueltos. Cuando la dosis no es la correcta, los dolores que causa son insoportables. La “aristocracia torva” de Lugones – como él escribió- , depreció esa forma de morir. “Murió como una sirvienta” dijo. Luego la emprendió él mismo tal vez meditando si de verdad hay una forma para morir de más o de menos.

Una clase de muerte encrespada y dolorosa se aquerenció en los Lugones. Su hijo “Polo”, introductor de la picana eléctrica en los procedimientos policiales de la nación, se suicidó en 1971. Polo había sido parte de una estructura política siniestra  que de alguna manera fue hija de “La hora de la espada” que había anunciado su padre, cuando sus convicciones políticas ya habían dado la vuelta y ahora alentaban un golpe de estado. Los atracos a la democracia, la violencia y la picana se hicieron costumbre en nuestro país.

Su nieta, Susana “Pirí” Lugones, fue torturada con los métodos que había promovido su padre, “Polo”, y ejecutada por un “grupo de tareas” en febrero de 1978, aproximadamente el mismo día que murió su abuelo, un 18 de febrero. Solía presentarse como “la hija del torturador y la nieta del poeta”.

Alejandro, hijo de “Pirí” y bisnieto de Leopoldo, eligió una muerte entre “sus muertes”: con poco más de veinte años se suicidó en el Tigre.

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