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LA VITROLA: Tango, letras y otras yerbas

De cuchillos y de sangre

 

“La vaina lo contiene y lo retiene, porque una vez que lo tocó el aire, la sangre lo reclama.” El duelo a cuchillo fue, y es todavía en algunos ámbitos rurales del país, “la prueba del coraje”. Una simbología del acero que encierra códigos, trampas y misterios, y que cautivó a escritores y artistas nacionales de todos los tiempos.

 

 

 

Por Nicolás Sosa Baccarelli

El arma de su afición

era el facón caronero.

Fueron una sola cosa

 el cristiano y el acero.

                            J.L.B

Como una prolongación del propio cuerpo llevó el hombre un cuerpo ajeno. Más frío y más noble aún que la diestra traicionera; más misterioso también. Más cargado de historias que se cuentan en la oscuridad de una noche, sin prisa, cuando la decencia duerme y velan los compadres. El cuchillo. Heredero de un pasado reciente, tuvo al principio un largo que revelaba sus aspiraciones de sable, su aire de hidalguía, su orgullo hispánico y dieciochesco. Con el correr del tiempo el filo fue perdiendo en extensión y ganando en coraje -fue de “hombres” pelear con un cuchillo corto-.

Luego se hizo “facón” entre los otros -entre nosotros-, entre los parricidas. La libertad andaba cerca. “Criollos revoltosos” dijeron. Costó entender que esa revuelta era un cuchillo extraviado,  como un olvido en un cardal “sin dueño”…  porque así era para muchos la pampa. 

La prueba del coraje

Mario López Osornio en su medulosa obra “Esgrima Criolla” señala que un cuchillo en mano de un hombre que lo sabe manejar le da valor aunque no lo tenga, o se lo hace surgir del fondo de sus entrañas aunque no lo quiera. Los mismos cobardes se sienten fuertes cuando están armados… Es que el cuchillo crea una defensa, un ataque… o una ilusión.

El cuchillo es, al mismo tiempo, la intimidad. Reprochable exhibición es aquella de sacarlo en vano. La vaina lo contiene y lo retiene, porque una vez que lo tocó el aire, la sangre lo reclama. Se desenvaina, gustoso, pero sólo para ser usado conforme su único destino…

Vistosa empuñadura que se asoma por la espalda, como subrayada por la faja que la sujeta. Se pensaría que se oculta de no ser por ese hábito, por esa transparencia, por ese mango que anticipa condiciones. Era un gesto sincero reservado para los varones el desafío anunciado.

Lejos de la bravuconada  que muere en el desafío estaba la genuina valentía de tentar la muerte, de buscarla parsimoniosamente para hallarla pronto, bien parado en una esquina, en un patio colonial, o en un punto inhallable de la pampa.

No fue la defensa, no admitía esa función. Buscó entre los hombres un destino “más digno” y fue facón, fue ceremonia; fue rito ancestral para el que se requería toda una vida de espera. Los días anteriores al desafío fueron un solo “visteo”, un juego de niños con palos tiznados que manchaban los rostros en un divertido adiestramiento.

No era un incidente, era una fatalidad. El desafío desechaba la indignidad de una causa que lo rebajaría a “contienda”, y gozaba “la nobleza” de no tener causa; o mejor aún, de tener por única causa el duelo mismo, la intención presentida de comprobar “quién es más hombre” y una vez sabido, la cuestión quedaba resuelta sin más.

Agrega Borges hacia el final de su “Evaristo Carriego”, una carta firmada por un señor llamado Ernesto T. Marcó, fechada en 1953. Interesa la referencia que el autor hace de un duelo entre dos hombres que no se conocían, de manera que mal podría haber motivos que vulgarizaran la contienda. El hecho ocurrió cerca de Gualeguay, “allá por los sesenta”. Su final es sorprendente: “Al verse herido, el forastero tiró el facón y tendiéndole la mano a su contrincante, le dijo: “Usted es más hombre, amigo”. Se hicieron muy buenos amigos, y al despedirse se cambiaron los facones en prueba de amistad”.

Una mujer o una deuda, no provocaban semejante cosa. El duelo a cuchillo fue inventado por el hombre no para dirimir ofensas, ni mucho menos para resolver pleitos, sino como un juego de comprobación de la hombría.

El encuentro del acero con el cuerpo del otro lo era todo. “Entra hasta el puño; el índice y el pulgar tocan el cuerpo. Ese contacto que bastaría para perdonar, indica lo consumado sin remedio” dice Martínez Estrada en  “Radiografía de la pampa”. Y ya no hay vuelta atrás; la sangre ha resuelto la eficacia del coraje, que es su magnitud.

Más allá del azar están los hombres que se buscan, que se encuentran porque ese era su destino. El resultado hubiese sido siempre el mismo por que se nació para él, o con él como una marca imborrable en el cuerpo. Y allí queda un hombre tendido, o un borbotón de sangre que para algunos es conmiseración. Cuando el metal resuelto alcanza el músculo el mundo cambia y se acaba para alguien.

 

La marca del perdón

Otros modos de usar el puñal contra un hombre indicaron desprecio, humillación. Existió el “planazo”, golpe desdeñoso demostrativo de la poca importancia que reviste el adversario. Por su condición o por su desventaja. José Hernandez nos lo narra así:

“Un puntaso me largó,

pero el cuerpo le saqué,

y en cuanto se lo quité,

para no matar un viejo,

con cuidao, medio de lejo,

un planaso le asenté”   

 La piedad es el motivo. O uno es -o se cree- demasiado hombre, o bien ve en el otro “poca cosa”. El adversario “no merecía el honor del acero”, y le sobraba con un sopapo o con un rebencazo. Parece bastante remota la posibilidad de que un hombre de fines de siglo diecinueve haya usado el puñal para reprimir con la muerte la infidelidad de una mujer y que su reputación entre sus pares haya quedado indemne. Esa conducta sólo podía esperarse de un cobarde o de un sujeto alcoholizado. Apuñalar a una mujer debió haber sido, además de un acto atroz, la claudicación más espantosa de un compadre. 

También existió el “hachazo”. Éste era el golpe de filo que indicaba indulgencia o desprecio. Así hería el peón al patrón y el gaucho al extranjero. Era también el golpe antiguo del caballero al hombre pobre que va a pie.

Dice con picardía Evaristo Carriego en su célebre poema “El Guapo”:

“Nada se le importa de la envidia ajena

Ni que el rival pueda tenderle algún lazo:

No es un enemigo que valga la pena…

Pues ya una vez lo hizo ca… er de un hachazo”

También se conoció el “barbijo” infamante. El sello perpetuo que, por ser en la cara, era más gravoso por lo inocultable. Pudo ser la señal del perdón pero tuvo otro significado menos piadoso. Como la marca de la hacienda cumplió con una simbología de la propiedad o de la pertenencia. Es el tajo que deviene cicatriz y que recuerda para siempre ese día, ese encuentro.

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