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La ciudad simultánea

Por Nicolás Sosa Baccarelli

En este mismo instante, mientras aquel pobre infeliz enciende su cigarrillo y piensa qué bueno estuvo lo de anoche, una vieja solterona ha sacado una silla a la vereda y ha colocado botellas plásticas llenas de agua para evitar que los gatos orinen su frente.

Y en las veredas la gente viene. Y en las veredas la gente va. Se mezclan, se atropellan, se estremecen los hombros, se acurrucan las caderas, se aparean los pantalones con las polleras acaloradas, se sonríen las piernas depiladas, se sonrojan las peludas, se agrandan las robustas, se suicidan las raquíticas, se saludan los ratones, los ebrios y los abogados. Se apresuran los oficinistas deprimidos y se demoran los mendigos con olor a humo y a fruta fermentada. Gritan los arbolitos y el dólar sube, y el peso baja…y  hay gente que sube… y hay gente que baja.

Y en la calle la gente va. Y en la calle la gente viene. Se destruyen las almas con miradas violentas, se miden, se jerarquizan, se ignoran… se jerarquizan mejor.

Doblo una esquina y me acechan dos pechos erizados y redondos. Me miran, me llaman, pronuncian mi nombre con una voz silbada que me aturde y me retuerce. Se derriten sobre mi deseo elegantemente reprimido.

En este mismo instante, mientras él ha descubierto en aquel banco de plaza, sobre su pelo rojizo, en su dentadura blanca, en su boca pequeña y oscura, una mariposa estampada y empachada de cosquillas… en este mismo momento el sacerdote perdona, el punguista huye, el contador cuenta, el profesor profesa, el bombero bombea.  Y la gente hace colas, y el horario de trabajo termina, y el horario de trabajo empieza y ni empieza ni termina para las farmacias de turno, para las playas de estacionamiento, para los vendedores de sandías, para los prostíbulos, para los ladrones, para los policías.

Doblo una esquina y me atropella un lustrabotas. Y mientras me lustra, hay gente que nace en los cuatro hospitales y a mí no me importa. Y mientras me ato los cordones de mis alpargatas hay gente que ama y a mí no me importa. Y mientras advierto que mis dedos gordos del pie tienen las uñas crecidas, hay gente que muere y a mí… no me importa.

Y en las veredas hay gente que no viene porque se quedó en sus casas. Y en las veredas hay gente que no va por que nunca volvió. Y así me arruinan el cálculo desquiciado e inútil para saber cuánta gente viene y cuánta gente va.

Y mientras los cafés y las iglesias expulsan gente, vomitan gente alegre, fracasada, arruinada, adelgazada o desaliñada, las prostitutas se revuelcan con uno o dos escorpiones en un octavo piso de la ciudad, y susurran un secreto en sus camas pegoteadas con ventiladores de techo que hacen ruido y revuelven un aire caliente y húmedo. Y los doctores hacen una mueca arrogante y se aprietan las manos. Y los desahuciados firman cheques y los prestamistas los rechazan. Y los generales juegan a las cartas mientras los fotógrafos duermen. Y los almaceneros cuentan bolsas, y los ferreteros cuentan clavos, y los tacheros se miran y se succionan litros de nafta con los ojos, y los verduleros acumulan cajones  mientras la gente nace,

mientras la gente muere,

mientras la gente se ama

y se desama

y se estruja

y se acobarda

y se abandona.

 Y a nadie, absolutamente a nadie le importa.

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