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Anecdotario breve de un médico rural

Una cuestión de horario

Durante los setenta llega a i consultorio un joven agricultor que venía a consultarme por estar padeciendo ya hacía tiempo, un cuadro compatible con el diagnóstico de Depresión Ansiosa Reactiva, inequívocamente.

Depresión derivada de una motivación externa, como la tremenda situación del agro, en este caso de la vid y los frutales. El monopolio había echado los precios abajo y la gente quedaba invariablemente con las manos vacías. Si se vendía la uva se era estafado. Si se optaba por hacer vino, éste no tenía precio. En la fruta, como en la verdura, el que ganaba era el intermediario. Se trataba de una burla dirigida contra el pueblo trabajador (que, por lo que sabemos, no ha variado mucho). Entonces, además de la depresión, rabia, impotencia, rencor.

Le escuché con paciencia y mientras me hablaba iba tranquilizándose. ¿Viste?, le dije. A estas cosas hay que hablarlas. Lo tuyo no es ni será nunca locura. Se trata de una reacción vivencial normal que, por supuesto, necesitará por ahora medicación como ayuda.

Mire doctor, dijo el paciente, yo soy reacio a tomar pastillas, los remedios me caen mal…

Está bien, pero en todo caso, son necesarias. De lo contrario, el cuadro no solo va a prolongarse, sino que puede agravarse y yo tengo la misión de evitar eso, le respondí. Te voy a dar un antidepresivo y un ansiolítico combinados, en muy pequeña dosis, para tomar dos veces al día. No vas a tener efectos secundarios ni molestos ni perjudiciales.

Bueno doctor, en ese caso…

En una semana regresa o llamáme por teléfono para ver cómo andan las cosas, y así conversamos más.

Bueno…¿y cómo los tengo que tomar?, me pregunta.

A las ocho y veinte horas, contesté. ¿Antes o después de cenar? Da lo mismo, contesté.

Antes de terminar esa semana, el paciente volvió a la consulta.

¿Cómo andás? Interrogo. Más o menos, contesta y continua: Sabe qué, doc, donde vivimos no hay muchos relojes que digamos, así que nunca sé si he tomado los remedios a la hora exacta porque cuando mi reloj marca las 8:20, en el del comedor son las 8 y en mi despertador, las 8:25. ¿A cuál le hago caso?

Como era lógico sonreí y le dije: Mirá pibe, cuando te dije a las ocho y veinte horas, me refería a las ocho de la mañana y a las 20 de la tarde.  Además no es necesaria una puntualidad tan extrema como la que te impusiste. Tranquilo nomás.

A los dos meses de tratamiento le di el alta. De vez en cuando llega con su camioneta cargada de acelgas y tomates, lechugas y rabanitos.

El pueblo no olvida y queda siempre fiel y agradecido.

José Enrique Marianetti

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