Pensando científicamente cómo cruzar la calle sin que me atropellen.

Cuando se habla de ciencia en el marco de una reunión familiar, si surge una diferencia de opinión, no resulta infrecuente que uno o más de los asistentes trate de reforzar su posición haciendo alusión a que su argumento está comprobado científicamente. Desde luego, esta situación genera que buena parte de la audiencia considere que el argumento en cuestión, por lo mismo, tiene grandes posibilidades de ser verdadero. De algún modo, referenciar a la ciencia asegura credibilidad a nuestra argumentación. Y mientras esto es en sí mismo correcto, no resulta tan correcto el sentir que pensar científicamente es algo alejado de nuestra propia experiencia, algo reservado, claro está, a los científicos.

Contradiciendo a mi madre, que pensaba que de chiquito yo no sólo era lindo sino también inteligente, el que los científicos sean en líneas generales más inteligentes –y ni que hablar de más lindos– que la población general es un error muy difundido, sostenido fundamentalmente por la madre de los científicos, precisamente. En parte, dicho error está basado en el desconocimiento de qué es, en el fondo, pensar científicamente. O dicho de otra forma: está usted preparado para responder la siguiente pregunta: ¿qué quiere decir cuando dice que algo está comprobado científicamente? Si usted es como yo, probablemente no pueda responderla cabalmente. Claro, en mi caso es peor porque yo sí soy un científico profesional. Pero en su ayuda, y por qué no en la mía también, aleguemos el que nadie nos contó la verdadera y simple historia que se esconde atrás de la pregunta en cuestión.

Pensar científicamente es “un modo de explorar la realidad que nos proporciona conocimiento confiable”. Y eso es todo amigos, como diría Porky al terminar un capítulo de los Looney Tunes. Ahora no nos engañemos, parece simple, pero examinemos la propuesta un poco más a fondo: en la definición de más arriba decir “un modo de”,  es asumir que existen otros. Y así es, de hecho. Por ejemplo, la religión, la filosofía, el arte, por mencionar algunos. No menos valiosos, no más valiosos. Diferentes, eso sí. ¿Por qué? Pues porque el conocimiento científico es “conocimiento confiable”. Podemos creer en dicho conocimiento sin tener que apelar a ninguna otra condición. Esto, en contraste con otros conocimientos que, aún siendo verdaderos -en realidad no importa si son o no verdaderos- no son confiables, pues no podemos sostenerlos con la correspondiente evidencia. Y no cualquier tipo de evidencia, sino evidencia que sea, primero, empírica -la complicamos de nuevo, pero no se asuste: empírico aquí significa que si yo lo veo, usted también. No apelo a su fe, sino a sus sentidos-; segundo, que además sea racional -que no se aparte salvajemente de la lógica común que nos enseñaron en el colegio secundario-; y tercero, pero muy importante, que no sea dogmático, o por decirlo de otro modo, que me permita dudar de mis propias afirmaciones sin que el  mundo se derrumbe. ¿Suena fácil? Examine el discurso de los políticos en el diario que sostiene entre sus manos, y verá que no resulta tan frecuente sostener aquellos principios de modo coherente.

Pero bueno, el título hacía referencia a algo que ni siquiera he mencionado de pasada: el arte de cruzar la calle sin que me atropellen. Después de esta brevísima introducción al pensamiento científico, es hora de que le comunique mi intención: intento proporcionarle pistas para que usted, y a partir de este mismo instante, compruebe que pensar científicamente es lo que usted, yo, o cualquiera, dado el caso, hacemos cuando cruzamos una congestionada avenida queriendo llegar sanos y salvos al otro lado de la calle. Sí, ya sé. Usted se estará preguntando si me he vuelto loco repentinamente. No, al menos no todavía. Simplemente intento poner algunas cosas en su lugar. Si para cruzar la calle usted no utiliza sus sentidos, coincidirá conmigo en que no podrá ver aquel coche que viene a toda velocidad a mitad de cuadra. O tampoco examinar si el ancho de la calle le permitirá evitarlo a tiempo. Además, aunque lo perciba –sus sentidos están bien y funcionan– si no razona mínimamente sus chances tampoco será muy buenas. Digamos, si no establece relaciones lógicas entre distancia y velocidad, por mencionar alguna. Y finalmente, asumamos que usted es dogmático en cuanto a sus derechos, y como la prioridad la tiene el peatón, cruza independientemente de cualquier otra consideración. Sin comentarios. Ahora bien, esta forma de pensar ­–que en sentido estricto es absolutamente científica– de forma más precisa, y aplicada a cualquier problema de la vida cotidiana, se la denomina pensar críticamente. Y resulta fundamental para el cuerpo social. Y si está en desacuerdo, cuénteme cómo le fue al cruzar la calle. Pero para ir terminando, si pensar críticamente –en forma empírica, racional y antidogmática– es fundamental para cruzar la calle, nunca se ha preguntado cuán fundamental resulta para analizar nuestras relaciones en el día a día, para pensar la actuación de nuestros políticos, reflexionar acerca del desempeño de nuestros jefes y subordinados, sopesar las relaciones entre naciones, examinar la distribución de los recursos, la seguridad, la educación, la justicia, y un larguísimo etcétera que usted se encargará de completar. Le hago una invitación personalizada, estimado lector, a pensar más críticamente la sociedad que construimos cada mañana al abrir los ojos. Dicho de otra forma: piense científicamente –críticamente– su vida y sus relaciones con el mundo, que por mi parte haré lo propio. Y después me cuenta –nos contamos– si no hay modos de estar mejor.

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