La vida renace en primavera: manos a la tierra y pies a la bicicleta

Hay claros síntomas tanto en la naturaleza como en nuestro interior de un paulatino cambio. Si bien todas las estaciones del año merecen ser vividas y disfrutadas, cada cual con sus encantos, la llegada de la primavera siempre nos contagia de buenos augurios.

Tal vez sea sólo producto del imaginario popular o de ancestrales tradiciones: la primavera es la estación del amor y la felicidad. Será porque el sol nos brinda más tibieza y más horas de luz, o porque ya comenzamos a sentir suaves perfumes de las primeras flores.

Lo cierto es que notamos menos rostros adustos, menos gestos congelados y más caras sonrientes y sobretodo mejor humor. Como si la misma naturaleza nos enviara un claro y cómplice mensaje: “Mírame, estoy despertando de un letargo, de un merecido descanso, y ahora, poco a poco iré derramando todo lo que atesoré durante el invierno, para que me disfruten”.

Es como una invitación a involucrarnos, a ser partícipes de este recurrente y hermoso milagro cotidiano que es el renacer, el despertar con nuevos bríos y emprender con renovado entusiasmo la mágica aventura de continuar con nuestras vidas, sin tantas protestas ni vanos reclamos; por el contrario simplemente agradeciendo todo lo que la madre tierra y el ciclo de la vida nos dan.

Es el momento de salir a saborearnos la vida montados en nuestras bicis, o en reconfortantes caminatas por nuestro lugar. La organización de picnics por doquier debería ponerse a la orden del día. Tal vez esta sea la oportunidad de emprender el gratificante proyecto de armar nuestra huerta familiar.

Es bastante sencillo: la vida nos ofrece un tesoro fácil de encontrar y disfrutar. Sólo depende de nosotros, de nuestro sentido común y entusiasmo, el poder hallarlo.

Con poco espacio, con la bendición del sol y del agua y un poco de buena tierra podemos tener en casa nuestra propia huerta. No necesariamente debemos poseer un gran terreno. Hay múltiples experiencias de producción de hortalizas y frutos incluso en balcones de departamentos en urbes atosigadas de cemento.

Seguramente el primer e indispensable paso es la convicción y el deseo de que podemos ser amigos y hasta cómplices de la naturaleza. Para eso debemos lograr un acuerdo entre ella y nosotros. ¿Qué me pides tú y qué te doy yo? Y en este tácito contrato nosotros llevamos todas las de ganar, pues ella pone prácticamente todo y nosotros muy poco: sólo nuestras manos, un poco de tiempo y voluntad.

Tampoco necesitamos de un importante recurso económico: en un patio soleado podemos instalar nuestra propia huerta orgánica. Todo se puede. Reciclar cajones, macetas, hasta lavarropas estropeados servirán como base para nuestra primera siembra. Claro que este contrato nos obliga a acordar con ella, la madre tierra, qué puedo y qué no puedo sembrar.

Pues bien, hay quienes llevan muchos años tratando con ella y saben mucho de esto. Entonces tienen un calendario de siembra que te ayuda y orienta al momento de echar unas semillas de tomates o de albahaca, según corresponda y también te aconsejan cómo cuidar a las pequeñas criaturas cuando empiecen a crecer.

En fin, con muy poco podemos tener en nuestra mesa un tomate, una lechuga o una remolacha sembrados, cuidados y cosechados con nuestras manos; y con la absoluta certeza de que son totalmente sanos, sin agroquímicos ni pesticidas.

Esta propuesta es simple. Tener nuestra propia huerta en casa mejora la calidad de vida, es una actividad terapéutica y también el necesario cable a tierra que todos reclamamos.

“Comer de la propia huerta alimenta sanamente al cuerpo, aclara los pensamientos y fortalece la voluntad”.

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