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Pulóver sobre pulóver.

Vivo en la vereda de enfrente de una bicisenda.

Por mi ventana, veo a muches corriendo, caminando o en bicicleta.

Si fuerzo un poco más mis cervicales, hacia el este, también puedo ver desde mi ventana,  una chacra con chacareros y esposas y niños, abriendo surcos y sembrando.

A unos los veo al levantarme. A los otros, antes de acostarme.

Unos con esa ropa técnica, liviana, deportiva y colorida y esas zapatillas del futuro. Imposible no verlos.

En los otros alcanzo a ver poco, porque siempre llegan amaneciendo y andan agachados, pero parece que usan pulóver sobre pulóver sobre pulóver.

Dicen que el cerebro nos está preguntando, todo el tiempo, qué hacemos y por qué lo hacemos. Nos pide razones y nos exige coherencia o se estresa.

Me imagino que el cerebro de unos les entiende el esfuerzo. Les aplaude el sacrificio, no los deja rendirse y les asegura que al final del día va a haber recompensa.

También me imagino que el cerebro de los otros, muy agitado, dirá:

– Si no se ven leones, ni hay alerta de tsunami, ni están volando vacas por un tornado… qué mierda estamos haciendo todos corriendo como pelotudos!?!?! De qué nos estaríamos escapando? (Buena pregunta, esa.)

El cerebro de unos, ancestral y sabio, sabe que el esfuerzo es, nada más y nada menos, que por la supervivencia de la especie, en este caso, del gran grupo familiar.

El cerebro de los otros, moderno y contemporáneo,  ni siquiera está al tanto de que lo hacen correr porque en los ’80 se inventó un protocolo para neoyorquinos sedentarios y obesos, tipo Homero Simpson, para que no estallaran sentados frente a la compu, a los 40.

Y que, después, la gigantesca industria de la indumentaria deportiva vio el filón y, con esta nueva religión de la calidad de vida, hoy factura miles de millones de dólares vendiéndole ropa y zapatillas a todo el mundo, menos a los deportistas de verdad, a los que les paga por usarla.

Desde mi ventana veo tanta vida en movimiento, tanta alegría de vivir, tanta energía vital que siento que me estoy perdiendo de algo.

Enciendo ese cigarrillo que anoche me juré no encender, doy un sorbo más al mate y me digo, en voz alta: Mañana mismo empiezo.

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