El lenguaje, esa capacidad que nos separa del resto de universo animal y nos convierte en seres en búsqueda de resignificar un mundo de sentidos, es conversación.
Por Luis Paris
Al experimentar el mundo con la lengua como instrumento, el niño crea el complejo -y, en algunos casos exquisito- entramado de representaciones y deseos que cada uno es: la subjetividad. Esa subjetividad es una realidad separada pero que, al mismo tiempo, necesita del vínculo dialógico con los otros. La bebé que adquiere una lengua lo hace conversando con su madre y para eso necesita captar una intencionalidad, es decir, descubrir cuál es el pensamiento que la madre quiere comunicarle. Esta comprensión presupone que la bebé descubre que la madre tiene, primero, una mente y, segundo, que esa mente es distinta a la suya y, tercero, aprende también que ella misma tiene una mente y que lo que sucede allí es inaccesible al resto del universo y, por lo tanto, tiene que llorar primero y hablar después para hacerse entender.
Las investigaciones científicas muestran que los niños desarrollan más el lenguaje si están expuestos a más tipos de conversación y mejor todavía si en ellas hay más cambios de turnos, es decir, mientras más numerosos sean los cambios de los roles “hablante” y “oyente”. La riqueza de la subjetividad se constituye sobre la base del vínculo con el otro, no es una mónada enteramente aislada, sino una realidad interpersonal. Como sociedad deberíamos envidiar la sabiduría de los bebés.
Vivimos en una ‘grieta’ con el país partido en dos grupos incomunicados y, por lo tanto, incomprendidos entre sí, y los que andamos a pie estamos obligados a elegir entre una mamá y un papá que sólo se pelean. Más aún, existen ideólogos políticos que cancelan el diálogo. Son los que piensan que en la mente de la gente no existe otra cosa que no sean intereses. La gente solo quiere algo esencial y esto es dominar al otro, ponerlo al servicio de sus deseos.
Sí, es cierto que quieren casas y autos y ropas, pero es sólo para mostrarle al otro que ellos son más que los otros. Sin embargo, no toda la gente es así, existen grupos excepcionales: ellos mismos. Son los políticos que proceden como “misioneros”: han venido a este mundo a ofrecer su vida para que el otro sea feliz. Tenemos que creer que sus casas, autos, carteras, hoteles y aviones son parte de la felicidad del otro. Los “misioneros” no pueden dialogar con el resto porque somos todos egoístas patológicos, obsesionados no solo con consumir sino con algo todavía más placentero: que el otro no pueda consumir lo que nosotros sí. Que hay gente así, no caben dudas pero ¿todos los que no misionamos lo somos?
Esta construcción del “otro” que hacen los misioneros les sirve para hacer de la conversación una forma degradada de práctica social, muy inferior incluso a la que sostiene una bebé con su madre. Al contrario de los misioneros, una bebé reconoce que el otro tiene una mente, pensamientos, intenciones y hace el mayor esfuerzo intelectual posible -aprender una lengua- para acceder a esa mente. Los misioneros no nos reconocen una mente, solo somos un estómago con ínfulas y, por lo tanto, no están dispuestos a conversar para entendernos. Solo hablan entre ellos en ceremonias rituales en las que repiten frases hechas como conjuros con un supuesto poder encantador.
Negar la conversación tiene consecuencias que van más allá del intercambio de información. Si no se conversa para entender a otro, no se aprende y si no se aprende siempre se usa la misma receta para lidiar con la realidad. En un caso de fracaso como el nuestro, con una sociedad que hace décadas lo único que hace es generar más pobres, menos educación, más mediocridad y menos oportunidades para que nuestros hijos puedan cumplir sus sueños, no conversar es literalmente un suicidio.