Este será el primer año de mi vida (desde que tengo memoria, claro) en que no pisaré una sala de cine. Sé que aún falta un par de meses para que concluya este inenarrable 2020, así que escribo esto como si fuera un hecho consumado, con la esperanza secreta de que la realidad haga una pirueta de acróbata y, desafiada, se empeñe en desmentirme y me regale la ocasión, antes tan familiar y hoy tan remota, de poder comulgar en mi laica y proteica misa de mirar una película en alguna de las numerosas catedrales erigidas para disfrutar, a oscuras y en silencio piadoso, de la magia del cine.
No solo se pierde la experiencia de dejarse imantar por las historias que brotan de un haz fantasmal y se proyectan en pantallas más grandes que la vida. Desaparece también ese hábito cultural gregario de compartir una obra de arte en comunidad. La grey cinéfila termina de tomar forma en ese momento de comunión, allí cuando, al encenderse las luces de la sala y despertarnos de nuestro sueño audiovisual, nos vinculamos con rostros amigos o mayoritariamente desconocidos, iniciamos conversaciones impensadas a partir del rescoldo que la película ha dejado ardiendo en nosotros, encendiendo chispas de polémicas o simples acuerdos al calor de los comentarios, reavivando la llama del film y perpetuando su recuerdo hasta mucho tiempo después.
En ese tránsito, en la charla y el análisis ligero o pormenorizado, la película crece, muta, se infla y se repliega, nos lleva a volar con ella y finalmente aterriza en nuestra memoria, muchas veces mejor de lo que la creíamos. Y esta sensación es provocada a partir de esa reunión que promueve la sala de un cine, punto de encuentro de miradas y saberes, levadura de opiniones diversas que fermentan en el intercambio de coincidencias y disensos. Sin verdades reveladas que clausuren los debates: solo siendo partes de un todo con el film. Cada ojo construye su propio relato: su mirada particular recrea la película y la unión de esas miradas expande el disfrute del arte.
Un virus de ponzoña peculiar con aglomeraciones en ambientes cerrados, más la cuarentena y su consecuente atomización de consumos culturales, nos llevan peligrosamente a las antípodas de todo lo antes señalado. Pero no todo está perdido.
Retoños de las cinematecas y los cineclubes, los talleres de cine, en principio jaqueados por el distanciamiento pandémico, toman las armas habitualmente tan denostadas de la tecnología (redes sociales, entornos virtuales de reunión) y mantienen viva aquella fogata que antes ardía con fuerza en los cines, una vez que se encendían las luces. Incluso pueden atravesar límites espaciales, potenciando su efecto aglutinador sin más requisitos que una buena (¡ay…!) conexión de internet.
Por todo lo dicho, y aunque no podamos pisar las salas, hoy (y siempre), para resistir y vivir todo aquello que parece por ahora perdido, hacemos un taller de cine.
Patricio Pina
(Rector de la Escuela de Cine. Junto a Claudia Nazar llevan adelante un Taller de Cine, todos los sábados a las 16:30 hs. Obviamente, quedándose todos los asistentes en casa…)