Desde hace más de una década el discurso social dominante en la cultura nacional exalta la tesis de que la vida de cada uno de nosotros se construye a partir de una narrativa, un ‘relato’ de la realidad, es ‘construccionismo’. Esto es así en parte porque la realidad no nos impone una sola interpretación sino que habilita más bien un amplio abanico.
Por Luis París. Dr. En Lingüística. Investigador del Conicet
Ahí donde Rosita agradece haber conseguido un trabajo, María se ve explotada por su empleador y Teresa siente orgullo por haber ganado ese puesto por su capacidad y talento. Las diferentes creencias hacen que cada una tenga una conducta distinta y ‘construyan’ diferentes realidades. ¿Quién es el autor de esas narrativas? La mayoría de los relatos que asumimos los incorporamos del medio -la familia, la escuela, la televisión, WhatsApp, etc. Los humanistas preconizamos que una vida bien vivida supone crear nuestro propio relato, pero esto no deja de ser un mandamiento ético más que una descripción de lo que realmente acontece.
Montado sobre esta condición de lo humano, el discurso social imperante sostiene que una parte esencial de la praxis política consiste en una ‘batalla cultural’ por imponer un relato que construya la experiencia colectiva y desbanque el relato de los medios hegemónicos. Este discurso imperante convierte al ‘construccionismo’ en una caricatura infantil tristemente cómica. Asume que estamos encerrados en una mente donde alguien nos pasa una película que no elegimos y no somos capaces de salir de ese cine-prisión para acceder a una realidad más allá de la narrativa. La política fabrica esas narrativas a placer, controla hasta su último detalle y los políticos se sienten ‘todopoderosos’. Se obsesionan con ‘regular’, dirigir la película, aunque no conozcan su trama. Esta creencia es la madre de todos los errores.
La realidad existe y por sus propias convicciones los políticos no se han preparado para lidiar con ella sino para crear ficciones. Esta inefable pandemia es una realidad que nos ha pasado por encima y no hay película que pueda ocultarla. Negaron que la pandemia fuese a llegar al país, después encerraron a cuarenta millones cuando había cien enfermos. Ese encierro iba a durar quince días para amesetar un pico que nunca terminó de llegar, que incluso hoy no sabemos si fue, está o va a venir. Como cineastas que son, convirtieron la situación en una ‘gesta patriótica’ montada sobre la dicotomía ‘vida o economía’ y cualquiera que cuestiona la estrategia es un antipatria lleno de odio que busca la muerte de los más débiles, los ancianos a los que tanto se protege con copiosas jubilaciones.
Gente, el pensamiento crítico es la mejor receta que ha creado la humanidad para sobreponerse a la realidad, y éste se asienta en la evaluación de los efectos de distintas soluciones potenciales; por el contrario, el pensamiento dicotómico se cierra sobre una sola opción, no busca alternativas, es empobrecido y brutal. La gran ‘gesta’ ha fracasado, seis meses después tenemos miles de muertos y un encierro que ni el presidente puede respetar (asadito con Moyano y flia.) y la economía destruida, un millón más de desempleados, otro tanto de nuevos pobres, gente que ha visto el sueño por el que trabajó toda su vida destruido.
La economía es real, el dólar es real y no hay películas de épicas patrióticas que tuerzan la dura realidad que millones de argentinos -entre los que se destacan altos miembros del gobierno y quizás cientos de miles de militantes- eligen comprar dólares. Hace unos pocos años el presidente definía al cepo como un cercenamiento inaceptable de la libertad. La película es mala y para peor, ni el director cree en ella. Sin embargo todavía hay muchos fieles que aceptan este cinismo -conjeturo- por un ancestral instinto más fuerte que la verdad: el de ser aceptados. Experimentos cognitivos muestran que un sujeto enfrentado a una línea curva dirá que es recta si el resto de los sujetos ahí presentas dicen que lo es. El setenta por ciento prefiere pertenecer a sostener su propia visión de la realidad. Para el otro treinta por ciento, los gobiernos tienen instrumentos educadores infalibles: despidos, cárceles y a veces la muerte. Esperemos no llegar ahí de nuevo.