Paraíso en la niñezMemorias del pueblo que fueÚltima parte del relato que escribió Carlos Adduci sobre su infancia en Chacras.Sigo repasando en mi memoria y me transporta a la cocina de casa. Por arte de magia puedo ver ollas, sartenes de hierro, huelo aromas, el puchero diario, la abuela y mamá preparando la comida, el olor acre del humo del calefón a leña. Tiempos en casi todo de carencia, pero en los que jamás falto un plato de comida. La abuela decía, “donde comen 6 comen 7” y siempre había alguien invitado a la mesa.En el fondo se mixturan huerta, parral y pollos con el cacareo sostenido del gallo, los monótonos sonidos de las sierras del vecino “el turco”, el aroma a pino y álamo, el zanjón de atrás de casa, el murmullo del agua, con orillas pobladas de álamos y sauces añosos, cuyas ramas usábamos como lianas para sortear el marrón chocolate del agua y caer del otro lado del cauce en un colchón de hojas amarillas y musgo, con el cuidado de no mojarse las zapatillas Pampero o Flecha.Éramos los reyes de la selva gritando como Tarzán, esa era la señal para que Omar y Diego nos esperaran. La casita que era parte de la finca Cerutti era el estadio para jugar al fútbol y veo venir a los Collovati y Cabanillas por el callejón, para sumarse al juego. O en la finca hacer de soldados en comando, con ametralladoras de palo y cascotes como granada contra enemigos imaginarios, que salían detrás de los olivos y las trincheras y que eran los surcos de las viñas que había que destruir.Finca que recorrimos mil veces, en bici o a pie. En sus fondos limitaba con el ferrocarril. Por sus vías llegábamos al puente rojo, que cruzaba el canal a la altura del carril San Martín y Pueyrredón, atreviéndonos sin medir riesgos, a esperar el paso del tren. Después, al regreso, cansados pero felices tomábamos la merienda en alguna casa del barrio.Chacras era pueblo, con casas bajas, rodeada con huertas, viñas y chacras, con gente que habitaba todo el año y cuyo número se triplicaba en verano, cuando venían los del centro a descansar o pasar sus vacaciones. Los lugareños, gente simple y de trabajo. Todos nos conocíamos: había lugar dónde caminar y estacionar, incluso frente a la Policía o la Iglesia. Pueblo donde el cura, el enfermero y la directora tenían voz, y donde el quiosco, el Registro Civil, la heladería y la escuela trazaban su identidad. Pueblo por el que el único ómnibus que iba a la ciudad pasaba a las perdidas y la última parada era la calle Mitre, por donde pegaba la vuelta.Pueblo en el que para hablar por teléfono tenías que esperar a que la operadora saliera de su casa. Donde tu maestra era la madre de tus amigos y estos los secuaces, a la hora de cebarle mate al cabo de turno, por andar tirando piedras con la honda; todos unos delincuentes.Chacras era un patio grande de 20 cuadras a la redonda, donde no había o no conocíamos la inseguridad y nuestros padres nos decían: “Andá a donde quieras, pero cada dos horas te reportás por casa”. ¿A dónde íbamos a ir? Si el paraíso estaba en frente o a la vuelta de la esquina. Se me cruzan y entremezclan las imágenes, los olores y sonidos rítmicos, pero sobre todo predominan las voces de los chicos. Risa feliz que enmarca mi memoria, dicha y juegos que me quedaron marcadas a fuego y que fueron la base para el hombre que soy. Chacras, paisaje bucólico, siesta y gente buena: el potrero eterno y la diversión infinita para los pibes. Chacras de Coria, el patio grande de mi casa.