Especialista en el lenguaje y su relación con el entendimiento, el autor manifiesta cómo hablar una determinada lengua moldea el pensamiento. A su vez, la riqueza o el empobrecimiento del idioma acentúan las desigualdades. “Al interior de una misma lengua también conviven diferentes formas de pensar”.
Luis Paris
La vida es a veces lo que hacemos y a veces lo que nos pasa. Siempre es lo que pensamos cuando la realidad inunda en nuestras cabezas. Este pensamiento es lo que constituye nuestra experiencia, irremediablemente atada a la lengua que hablamos. Al adquirir una lengua el niño incorpora miles de signos que conllevan conceptos de cosas, eventos y propiedades que han destilado la experiencia de innumerables de generaciones precedentes. Más importante aún, cada niño se apropia de un dispositivo que le permite comprender y producir signos que quizás no haya escuchado nunca y así explorar su creatividad.
Es cierto que no todo pensamiento es verbal, también elaboramos experiencia sobre la base de representaciones puramente figurativas como las de las artes plásticas. Sin embargo, las interacciones cotidianas, la construcción de conocimiento y esa porción de subjetividad que denominamos conciencia y que consiste en un diálogo interno, se constituyen todas a partir del lenguaje. Es así que tanto la riqueza como la estructura de la lengua que uno habla influye de manera determinante en la forma cómo pensamos. La lengua de los esquimales tiene más de una docena de nombres para distintos colores que nosotros agrupamos como “blanco” y es por esto que identifican con facilidad distintas gamas de blanco que para nosotros son idénticas. El inglés y el chino tienen una estructura que obliga a los hablantes a prestar atención a la manera en cómo se hace algo mientras el español nos exige resaltar el resultado final.
Distintos estudios neuro y psicolingüísticos muestran que los hablantes del inglés recuerdan en mayor número y con más detalle las maneras como se llevaron a cabo los eventos que los hablantes de español. Diversas lenguas originarias -desde México a Australia y Oceanía- dan indicaciones en términos de puntos cardinales. Dicen algo así como “cuando salga del baño, tome hacia el sur y en el primer pasillo gire al este”. Los hablantes de español, en cambio, damos indicaciones tomando como referencia el cuerpo humano: “camine hacia delante y gire a la derecha”. Nuestro espacio se organiza con coordenadas subjetivas mientras en aquellas lenguas es objetivo.
Al interior de una misma lengua también conviven diferentes formas de pensar. Varios años atrás les sugerí a dos alumnas como trabajo final de un curso de adquisición de la lengua que compararan la competencia verbal de niños de cinco años de una zona socioambientalmente no favorecida con otro grupo niños de la misma edad de una escuela privada. La diferencia fue evidente. Una de las tareas era nombrar diez láminas que representaban distintos deportes. Los niños de la escuela privada nombraron cada uno de los deportes: fútbol, tenis, voley, basquet, etc. La mayoría del otro grupo describió todas las láminas con el mismo rótulo: “están jugando a la pelota”.
Proyectar esta proporción de diez a uno a otros dominios de la experiencia resulta que unos cuentan con diez opciones para describir lo que quieren y otros solo una; diez opciones para describir cómo se sienten o solo una; diez opciones para expresar cómo es otra persona o solo una…. No se trata simplemente de sofisticación lingüística, se trata de la riqueza o indigencia de la experiencia, de la abundancia o la insuficiencia de la vida. El grupo de investigación del que soy parte desarrolla desde hace años distintos proyectos para enriquecer el desarrollo lingüístico de estos niños. Nuestro objetivo práctico es que estos niños tengan la oportunidad de ir tan arriba como puedan en la escala académica y que así pueden aspirar a un espectro laboral mucho más amplio. Muchos fracasos y deserciones escolares se fundan en la dificultad para comprender la lengua que demanda el aprendizaje de conocimientos abstractos con materiales pedagógicos insensibles a las necesidades de estos niños.
Lo esencial para mí es, en realidad, que accedan a un lenguaje que les permita ensanchar al infinito la vida: que la realidad les retumbe en la cabeza en mil direcciones, que se dejen llevar por una ola de pensamientos que los haga ver lo mismo con decenas de nuevos colores y que compartan esa pintura para el solaz de los otros, nosotros, sus semejantes.