En la primera parte (ver el número pasado), dejamos planteada una reflexión sobre el sentido que le damos a nuestra existencia sabiéndonos mortales. Cada ser humano goza del libre albedrío que le permite hacer según su buen parecer. Cada persona va construyendo su propio camino. ¿En busca de qué? Casi todo el mundo nos diría que lo que busca, lo que verdaderamente desea es ser feliz. Ahora bien, la cuestión es que cada cual busca la felicidad de distintas maneras.
Aristóteles, en el libro Z de su metafísica, trata el tema en profundidad. Como su razonamiento es bastante complejo haremos el esfuerzo de simplificarlo, aunque no de dar soluciones para ser felices. La primera idea importante es no buscar la felicidad (el sentido último de nuestra existencia) en cosas que, o bien nos las pueden arrebatar o bien las podríamos perder. Algunos confunden felicidad con alegría. La primera debería ser un estado permanente de nuestro ser, la segunda es siempre pasajera. La alegría casi siempre es momentánea. Nos alegra recibir una buena noticia, o encontrarnos con alguien querido que habíamos perdido de vista… En fin, este grato momento pasa rápido y luego continuamos con nuestra rutina.
En cambio, la felicidad debe ser un estado de ánimo permanente, que no esté dependiendo de circunstancias ajenas a nosotros. Algunas personas se empeñan con afán en tener ‘el auto de sus sueños’. Imaginemos que, con un poco de suerte, lo consigan. Encontró lo que tanto deseaba. Por ello lo cuida como al bien más preciado. Pasea en él orgulloso, mostrando su mejor sonrisa y deseando que muchas miradas se posen en él. Gasta mucho dinero en patentes, seguros, cochera… Pero un mal día, su felicidad (el automóvil) puede ser sustraído o sufrir un accidente o cualquier otra contingencia. Entonces se siente el ser más desdichado del universo. Ya no se siente feliz, piensa que todo su empeño fue vano y que volverá a tener que empezar de cero para reconstruir su felicidad.
Otros piensan que deben progresar. Tener una casa llena de confort. Y se desviven para lograr ese anhelo que los hará felices. Se dedican tanto a ello, que, sin darse cuenta, trabajan mucho más tiempo, descuidan a sus familias, no descansan lo suficiente, el mal humor se les hace algo cotidiano. Volvamos a suponer que después de tanto empeño logra poseer la casa soñada. La protege con rejas, con cámaras de seguridad, con carísimos seguros… Pero ya sabemos que en cualquier vivienda todo puede pasar. Lo peor sería un incendio y la destrucción total del inmueble. Se esfumó la felicidad.
Según el evangelio de San Mateo, Jesús dijo a sus discípulos: “No acumulen tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los consumen, y los ladrones perforan las paredes y los roban…” No nos desvivamos persiguiendo cada vez más bienes materiales. Eso no es progresar, es simplemente tener más. Y nuestra felicidad no puede estar pendiente de algo que podemos perder de un momento a otro. Los griegos antiguos (filósofos de distintas corrientes) llamaban ‘ataraxia’ a la disposición de ánimo, gracias a la cual una persona, mediante la disminución de deseos que puedan alterar el equilibrio mental y corporal, y la fortaleza frente a la adversidad, alcanza dicho equilibrio y finalmente la felicidad, que es el fin de nuestra existencia.