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La Panadería Los Andes tiene las puertas cerradas

Este hecho inevitablemente ha removido en nuestra memoria nuestro pasado infantil. Hace casi 80 años ya estaba en el pueblo la panaderí,a cuando mi familia se instaló en el lugar y el aroma de las tortitas redondas, únicas, producto de una receta uruguaya intransferible, inundaba nuestras mañanas escolares.

Por Onelia Cobos

La única tortita que entraba en el bolsillo del guardapolvo, según el recuerdo de mi hija Gabriela. Alrededor de este aroma se tejió la red historial de este lugar.

Temprano en la mañanas pasaba el Negro Beiza en su bicicleta silbando como un ruiseñor rumbo  al trabajo, no sin antes pasar por la panadería a comprar las tortitas de su desayuno que siempre eran las chiquitas y redondas, nunca las de hoja. Era el jardinero de la plaza, cuyo jardín mantuvo como un paraíso de flores multicolores.

La  escuela Teresa O’Connor empezaba su actividad mañanera envuelta en el singular aroma de esas tortitas. Todos los alumnos pasaban a comprarlas recién horneadas antes de que tocara la campana de entrada de la escuela de la magnolia grande y el patio chico.

Los obreros que entraban al trabajo muy temprano encontraban el portón del negocio abierto para que al acercarse a la cuadra se las vendieran directamente desde el horno, antes de la apertura comercial.

Eran tiempos de seguridad. Puertas y portones podían permanecer abiertos.

El Padre Goldaracena, párroco de la Iglesia del Perpetuo Socorro en los años 50, solía ir de caza de vizcachas con Miguel Pons, hijo del primer dueño de la panadería y con Faustino Cobos, el bicicletero de Chacras por más de 50 años. No olvidaban armar un bolso grande con termos de café y las infaltables tortitas.

Las largas jornadas de trabajo detrás del banco de herramientas en la bicicletería de Faustino Cobos eran amenizadas con mates y las consabidas tortitas.

Tuvimos un joven vecino con capacidades diferentes, conocido como “El Mudito”, que visitaba nuestra casa del largo zaguán dos o tres veces por semana a la hora de la merienda. Con él compartíamos la leche caliente del invierno, la mermelada casera de mi madre y el envolvente aroma de aquellas infaltables tortitas.

Fueron, sin dudas, el hilo conductor integrador de nuestra identidad pueblerina. Señalaron lo que fuimos y lo que somos. Ya no nos acompañarán en el futuro. Definitivamente reemplazadas por una fina, abundante y diversa pastelería nueva quedan en nuestra memoria abrigando las mil y una actividades del pasado.

Sigue la vida, el pueblo ha crecido. Se abren y cierran nuevos negocios. Pero nuestros ojos no pueden dejar de mirar las puertas cerradas que esconden la infancia, los sueños, los trabajos, los juegos envueltos en aquel aroma peculiar del ayer.

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