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Correo de lectores: Promesas de Pedemonte

La arquitecta, habitante de la zona, considera necesario que se diseñen estrategias que aborden los factores sociales, políticos, económicos y productivos que estimulan la dinámica de este espacio.

Por María Verónica Escudero

Desde hace tiempo se evidencian acciones orientadas a la regulación normativa del uso físico de la tierra, ya sea desde la provincia o desde los municipios. Sin embargo hay un sector de la metrópolis que evoluciona en medio de estos factores y despierta preocupación en algunos, fantasías en muchos y algún interés en otros. El sector es el piedemonte: una amplia franja de terreno ondulado que se extiende al oeste de la trama urbana consolidada y que es surcado por numerosos cauces que canalizan el agua de lluvia hacia los sectores más bajos, donde habita una gran cantidad de mendocinos. Esta condición natural de Mendoza ha generado emergencias históricas como las del ‘70 y motivado importantes obras hidráulicas para defender la zona urbana, aunque también importantes discusiones al respecto.

El piedemonte acompañó al sistema urbano en su evolución albergando distintos grupos sociales, desde comunidades rurales que migraban motivadas por las crisis del campo, poblaciones urbanas de alto poder adquisitivo que lo habitan en vecindarios cerrados y muchísimas familias, jóvenes en su mayoría, que por no estar contempladas en el sistema encuentran en el piedemonte la oportunidad de tener un hogar individual.

En mi caso, hija de una familia de clase media, habité distintos lugares de Las Heras y Capital hasta que mis padres migraron para quedarse en el sur de la metrópolis. Un lugar de transición entre lo urbano y lo rural que se consolidaba favorecido por el bajo precio de la tierra agraria, valor que reflejaba las políticas aplicadas hasta principios de los ‘90, y que facilitó la migración de pobladores del centro que escapaban de la contaminación, el calor, la inseguridad y la alienación que la ciudad proponía en aquellos tiempos.

Finalmente, un día decidí conocer qué era “eso que crecía”. Ingresando por huellas de tierra y avanzando entre los jarillales me encontré con un poblado de características sumamente peculiares: viviendas de las más variadas tipologías y materiales; una casa con forma de barco; otras con rudas de carros en las ventanas; algunas casas alpinas; otras pequeñas construcciones dispersas en medio de frondosas arboledas y en medio del trino de los pájaros y el aroma de la jarilla, el tomillo y el ajenjo.

Visité muchas veces la zona en distintos horarios y conversé con algunos pobladores, todos con esfuerzo se esmeraban en la conquista de aquel piedemonte tan hostil plantando árboles, arbustos y un poco de pasto, que en algunos casos se entremezclaba con la flora nativa. Todos ostentaban esa satisfacción de los que colonizan, de los que conquistan…

Los contras a considerar eran la falta de agua potable, situación que imposibilita también la escrituración del terreno, la escasa capa fértil del suelo y la salinidad del agua de riego disponible. Otro problema no advertido en aquel momento fue la ausencia de una jurisdicción municipal que reglamentara las construcciones, la actividad comercial y la urbanización: como el ancho de calles, las ochavas, los retiros, los senderos peatonales, entre otras cosas. Todo en la zona se dio en función de la buena voluntad de la gente y la visión de algunos emprendedores o líderes vecinales. Finalmente, después de discutirlo mucho con familiares, amigos y conmigo misma también, junté mis ahorros y decidí formar parte de aquel poblado. Con esfuerzo construí un monoambiente y comencé a darle forma a su entorno, para proveerle la sombra necesaria y habitar el lugar.

Actualmente las preocupaciones que expresan las voces del ordenamiento territorial son la definición del límite de lo urbano; la orientación del crecimiento urbano hacia el espacio rural o sobre el piedemonte natural; la regulación de la urbanización sobre estos ámbitos o también su prohibición. En relación al tema, si bien puedo estar de acuerdo sobre la necesidad de que cada emprendedor minimice los impactos negativos que genera sobre el ambiente y la sociedad, me resulta inevitable cuestionarme, entre muchas cosas, cómo hubiera evolucionado este piedemonte si el Estado fuera su dueño.

Considerando que todo lo ejecutado en el piedemonte ha sido realizado por personas de distintos niveles de ingreso y sin financiamiento, cabe preguntarse: ¿Cuánto más y mejor podría satisfacer la demanda habitacional el Estado, si en vez de desarrollar programas de acceso a la vivienda sólo buscara facilitar el acceso a la tierra?

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