El 23 de abril se conmemoró el Día Internacional del Libro en recuerdo al fallecimiento de Cervantes, Shakespeare y Garcilaso de la Vega, en 1616.
Por Gabriel Gallar
En Mendoza cada vez hay menos librerías atendidas por ‘libreros’. Hoy sólo hay, excepto dos o tres, meros vendedores de libros. Así como venden libros podrían vender cacerolas o camisas. Son todos jóvenes y de ‘buena presencia’. Pero no saben nada de libros, sólo su precio.
En los años setenta había una librería relativamente pequeña en la esquina de San Juan y Entre Ríos: Rovetti. Era atendida por su dueño, don Mario Rovetti, un italiano del norte que vino a nuestra patria empujado por los avatares de la guerra. Al principio vendió libros casa por casa. Luego estableció su local. Era maestro. Hablaba el español correctamente, aunque era indisimulable su acento italiano.
Lo conocí siendo un adolescente. Pasé muchas horas en su librería. Era un librero de verdad. Me enseñó con infinita paciencia a traducir textos del latín, cosa que mis profesores nunca lograron. Me leyó en italiano muchos cantos de la Divina Comedia de Dante Alighieri. Me explicó con pasión la estructura de la obra: El Infierno, El Purgatorio y El Paraíso. Cada parte tiene 33 cantos más el introductorio, que hacen cien.
Nunca leía más de un canto por día. Sabía mucho de filosofía clásica, antigua y medieval. Conocía la calidad de cada libro. Recuerdo que cuando pude comprarle las obras completas de Aristóteles me mostró cuatro ediciones diferentes, algunas económicas y otras muy caras. Le pregunté cuál comprar. Sin dudar me dijo: “Sólo ésta, es la única mejor traducida del griego”. Profundamente católico, cuando le compraba alguna obra de Sartre o de Marx arqueaba las cejas y sonriendo me traía alguna novela policial a modo de chanza.
No sé cuántos libros hay en mi biblioteca. Sí sé que más de la mitad se la compré a don Mario. Me dio una cuenta corriente. En una ficha iba anotando los libros que compraba y su precio. Cuando podía iba pagando. Así fue siempre.
Luego se trasladó a un local un poco más grande en calle Amigorena. Yo había concluido mis estudios universitarios y seguí concurriendo semanalmente a su librería. A veces charlábamos de filosofía o de fútbol. Para mí era importante estar rodeado de tantos libros a los que me dejaba hojear y ojear. Pero lo maravilloso era compartir un rato con don Mario: un librero humanista, humilde, generoso y de algún modo maestro de libreros.