Archivo | marzo 10th, 2018

Otra Vendimia: Un relato de Gabriel Gallar -->

Otra Vendimia: Un relato de Gabriel Gallar

Como distraída miraba la taza de café, su mano jugaba con la cucharita.

Sí, yo fui una vez a la fiesta. Era muy jovencita, apenas había dejado de ser una niña. Creo que fue un viernes cuando llegó el patrón, “el señor”, se le nombraba en casa. Poco venía el hombre. Una vez por mes seguro. Hablaba un rato a solas con mi padre dentro de la casa. Luego salían a recorrer las hileras. El patrón hablaba muy bien. Usaba palabras que sonaban bonitas y adecuadas. Caminaba un tanto forzado entre los surcos y cada, dos por tres, se detenía a secar el sudor de la frente. Yo los miraba alejarse hacia el parral del fondo. Mi padre hacía pocos ademanes y sólo asentía con un gesto de cabeza.

Faltaba poco para terminar la cosecha. Ese año la uva se daba buena. La viña baja estaba reluciente de racimos negros y brillantes y el parral era una bendición. Había escuchado decir a mi padre que un par de días era suficiente.

Cuando regresaron de la recorrida el señor, con algo de fatiga en su cara, me miró y sonriendo dijo: “Vamos a ver la Fiesta de la Vendimia”. Luego se trepó a la camioneta y se fue levantando polvareda por el callejón.

Mi padre siempre fue silencioso. De un silencio contagioso que nos acostumbró a hablar poco. Solo los domingos, mientras almorzábamos y él tomaba vino, se hablaba, y hasta nos reíamos un poco. Y fue ese domingo que mi padre me anunció: “m’hija el señor la ha invitado a la Fiesta de la Vendimia”. Entonces éramos seis. Mis padres y sus cuatro hijos, yo la mayor. Yo bajé un poco la cabeza como para no negarme. Sabía que era inútil.

Esa época del año, febrero, era linda, aunque fatigosa. La jornada comenzaba al clarear. Un té con un poco de pan y al surco. Con mi madre cosechábamos y mi padre acarreaba el tacho. Ese año, como había buena cosecha, mi padre le dio tacho a dos jóvenes vecinos que se fueron para el parral. Nadie hablaba. Mi padre no demostraba fatiga, aunque nos apuraba con el gesto. El del camión tenía prisa por llegar a la bodega.

Cuando terminábamos la primera hilera, ya las manos estaban tintas, pegajosas. Igual que la ropa. La tijera se empastaba, las abejas zumbaban alrededor de la uva madura. Prolija, decía mi madre, que no queden muchos granos en el suelo. El sudor se deslizaba, como lágrimas lentas y demorosas, desde la frente hasta el cuello. Allí el pañuelo las recogía hasta convertirlas en un barrito incómodo. No había pausas entre tacho y tacho. A veces, mi padre se demoraba un tanto en llegar hasta el camión y volvía caminando al tranco. Yo imaginaba que lo hacía para darnos respiro.

Al mediodía, cuando el sol era poco piadoso, nos cobijábamos a merendar al amparo de alguna sombra. No más de una hora para engullir el bocado y refrescarse con agua limpia. Así hasta que el camión se iba.

Mi madre comentó como al pasar, como si quisiera encontrar alguna respuesta a tanta faena, que este año la paga sería buena. Alcanzaría para comprar cama y colchón para la hija menor. Y con esfuerzo la máquina de coser. Esa era la única plata importante que entraba a casa. Algún año la helada o el granizo nos dejaba sin nada, solo la mensualidad que apenas alcanzaba para el sustento.

Mi padre que tuvo poca escuela sabía bien cuánta uva se cortaba y mentalmente lo transformaba en pesos o en ilusos bienestares. Todos los sábados, a la hora de la oración, recién bañado, montaba su bicicleta y se iba al boliche. Las mujeres nunca supimos qué hablaban durante esas horas los parroquianos. Jugaban al naipe y tomaban.

Probablemente comentarían de esta cosecha que era buena para todos los vecinos. Lo que es seguro planearían dónde se haría el asado de fin de vendimia. Esa era la única Fiesta de la Vendimia que todos conocíamos y que se pagaba y disfrutaba entre todos los contratistas y sus familias. Todos sentíamos que la merecíamos después de tanta espera y rogativas al cielo para que ninguna desgracia acabara con la uva antes de la cosecha.

Los inviernos eran crueles. Atar la viña traía más pena y fatiga que su cosecha. Mi padre podaba y nosotras atábamos. A la totora la mojábamos para hacerla dócil. El frío escarchaba pronto el agua. Los dedos se entumecían y se ponían torpes y lentos. Las manos desobedecían, se contraían sin voluntad. Luego vendrían los sabañones, los padrastros entre las uñas… Y algún agosto tocaba lidiar con el zonda y la tierra seca que levantaba alocadamente, con furia.

El sábado a la tardecita apareció el patrón. Venía con la señora y su hija pequeña. Mi madre gastó esmero en arreglar mi mejor vestido. Mirate en el espejo hija, estás hermosa. Me peinó con agua colonia y buscó unos zapatos escolares que apretaban un poco. Saludarse respetuosamente, encomendarme al patrón y que nos fuera bien.

Domingo, hora del almuerzo. Percibía que el silencio reinante era causa mía. Mi padre no había encendido la radio y se privaba de su hábito de tonadas domingueras. Cuando mi madre terminó de servir los tallarines me miró para preguntar. Yo escuchaba la pregunta no pronunciada. Finalmente fue mi padre, como correspondía, quién ordenó: “Cuente m’hija, ¿le gustó la fiesta?”.

Yo tenía la cabeza desordenada. Las imágenes se agolpaban, me aturdían. Sí, es bonita, atiné a decir como buscando una tregua. Pero el silencio espeso, incómodo seguía esperando a mi voz. Casi sin quererlo dije, el cielo es bonito. Al final cuando todo termina, lo iluminan con luces y estruendos. La verdad es que yo no había comprendido mucho a la fiesta. Y eso que la esposa del patrón se sentó a mi lado y me iba contando qué significaba lo que sucedía en el escenario. Raro me parecía todo.

Unos muchachos bailaban con tachos vacíos y relucientes en sus manos. Tenían la ropa limpia, de estreno, igual que sus caras y sonreían. Y la música sonaba muy fuerte. La señora iba comentando: esa es la helada, eso es el granizo, ese es el viento zonda y así pasaban miles de bailarines y muñecos haciendo extrañas piruetas…

Cuando callé intuí que mis padres estaban algo conformes con el relato. Así, cada uno volvió a su plato. Les hubiera dicho que yo prefería nuestro cielo silencioso. Que cuando me sentaba en la galería, después de la cena, la música de los grillos y las intermitentes lucecitas de las luciérnagas y a veces el croar de los sapos a la vera del canal me alcanzaba para una dicha simple y posible.

Al tiempo mi padre cobró el porcentaje de la cosecha. Fueron a la ciudad con mi madre para comprar ropas y darse alguna distracción citadina. Parecía que todo volvía a la normalidad. Hasta que un nefasto día apareció el patrón con gesto raro. Lo llamó a mi padre y se fueron a hablar lejos de nosotros. Diez minutos después se iba levantando tierra.

Mi padre tardó en volver más de lo previsto. Nos llamó y mirando el piso dijo que mañana nos íbamos, que no tenía más contrato en esa finca. Nadie dijo nada. Mi madre susurró resignada, es que ese hombre es dueño hasta de la sombra de los árboles. Luego me enteré que mi padre le había pedido algún tiempo para tratar de conseguir otro contrato, pero el patrón no tenía paciencia ni razones que dar.

Como no teníamos dónde ir, nos repartieron en casa de los parientes. Seguramente todos albergábamos la esperanza de otra vendimia.

Cuando terminó el relato me miró esbozando una sonrisa. Después de varios años vi fiestas vendimiales por TV. Comprendí que era un espectáculo para alegrar y distraer a la gente. Como cuando ves una película bonita donde todo es ilusión y tanto los actores como los espectadores se sienten felices.

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