Por Gini Palero
POR LA MAÑANA
Doña Nelly Pegorín es vecina de la calle La Falda –o Benito de San Martín-, casi llegando a Pueyrredón. De ascendencia italiana, es la cuarta hija del matrimonio de Ugo y Giulia Pegorín, llegados de Italia con dos hijas pequeñas a principios de la década del ‘30. Hace poco pasé a saludarla. Junto al portoncito bajo la entrada o debajo de la entrada, hay un cartelito de madera escrito a mano que dice: Moyano-Pegorín, y el número de la casa. Siempre he pensado que ese cartelito dice mucho. Doña Nelly está casada desde hace más de 50 años con don Ernesto Moyano, con quien tiene dos hijos –varones los dos-, de modo que el cartelito hace constar la presencia de la única figura femenina de la familia. Varones considerados han rodeado a doña Nelly.
Esa mañana cebaba mate en el jardín, junto a don Ernesto. El jardín es pequeño, arbolado y florido. Bajo un paraíso sombrilla hay una hamaca y dos sillas con almohadones a rayas verdes y blancas, y una mesita de vidrio con la pava y la yerbera. Doña Nelly puede cebar mate y hablar sin que se le trabuquen las cosas. La mañana estaba linda, y Doña Nelly habló. Habló de Chacras.
En un momento tomó conciencia de que contaba sus recuerdos. Limpió la bombilla -rutina de rigor entre mate y mate- y dijo:
-¡Mire si tendré cosas que contar de Chacras!
Y ahí don Ernesto apuntó dos detalles: que el Correveidile publicaba testimonios de antiguos pobladores, y que yo podía escribir lo que su señora contaba.
Volví a la tarde, con un cuaderno. Lo que sigue es sólo la voz de la Nelly.
La familia Pegorín
POR LA TARDE
“Los años que hace que vivo acá. Yo acá vine de 10 años. Y tengo 75.
No te conté de los carnavales que se hacían en la Plaza. Los muchachos buscaban hinojo y lo echaban todo alrededor, así cuando uno pisaba se levantaba ese olor tan fresco. El carnaval lo hacíamos durar dos o tres sábados. El primer baile era en la Plaza. Después nos veníamos con los zapatos en la mano.
Ya el sábado después, el baile era allá arriba, en la calle que ahora es la Panamericana, donde está la estación de gas. Los muchachos traían la luz de abajo, de los caracoles, hasta arriba. Y la policía no decía nada. Los dejaba. Y bailábamos en la calle, autos no pasaban.
Para San Pedro y San Pablo hacíamos la fogata acá en el cerro. Mucha llama, porque era todo rama y yuyo seco. Y los hombres se vestían de mujer y las mujeres de hombre. Estaba la Berta Orozco y la Vivenza Levy -que el padre era picapedrero- y vestidas de hombre se les aparecían a los vecinos. Nos juntábamos toda la muchachada.
Los otros bailes muy lindos eran las retretas. Los viernes y domingos, en la Plaza, con orquesta. Los domingos eran de las siete y media hasta que empezaba el cine, a las nueve y media. Los viernes empezaban a las nueve y media hasta las tres de la mañana. ¡Si habremos bailado!
¿Y va a creer que todavía me encuentro con mi maestra? Es una señora alta, canosa. Me la sé encontrar en lo Chantire. Debe haber sido recién recibida cuando fue mi maestra.
Cuando compró acá el papá, le compró al abuelo de estos Fernández que están ahora, que ya están todos casados, menos el más chico, que la acompaña a su mamá.
Para el tiempo de cosecha se empezaba con un entusiasmo bárbaro. Las viñas estaban de la Esquina de la Virgen para acá, hasta la calle Guardia Vieja.
Un año se empezaba a cosechar de acá para allá, y otro año de allá para acá. Íbamos mi hermana Blanca y yo. A las cuatro de la mañana la mamá nos acompañaba hasta la calle Medrano, que salían las otras muchachas. La Blanca y la Carola cosechaban, y el Luis, mi primo, y yo acarreábamos. Yo empecé a los catorce, quince años. A todo esto la plata no era para nosotros. Era para la casa.
De vuelta, cuando íbamos llegando, en la cancha de los burros, a veces la Blanca y la Vivenza agarraban cada una un burro y lo montaban. Le decíamos la cancha de los burros porque sabían haber ahí.
En el verano íbamos al balneario de los Merlo, en calle Pueyrredón, que nos decían: “Vénganse a la nochecita”, porque de día había que pagar. Así que íbamos todos, con los vecinos, las tres chicas de los Orozco también. Y nos acompañaba la mamá, que no tenía malla. Entonces ella se sentaba en el primer escalón y metía los pies. Al rato se sentaba en el segundo. Al rato en el tercero. Y cuando queríamos acordar, estaba al lado de nosotros, toda en el agua, jugando vestida.
Cuando nos vinimos para acá ya estábamos todos: el papá, la mamá, y nosotros cinco, la Bruna, la Blanca, mi hermano Luis, yo y la Coca, que era la más chica.
El papá ya no tomó más contrato cuando vinimos para acá. Trabajaba nomás una viñita que estaba en la Pueyrredón, entre la bodeguita abandonada y el balneario. Unas tres hectáreas serían. Y las trabajábamos los dos, él y yo, porque la Bruna ya estaba casada, la Blanca no quería trabajar más la viña y trabajaba en la fábrica de aceitunas, y el Luis, que era loco por los caballos, estudiaba herrería, de la Esquina de la Virgen para abajo.
En el mismo año nos casamos la Blanca -la primera Pegorín que salió Reina de la Vendimia de Chacras de Coria-, el Luis y yo. Y después vinieron los nacimientos. Así que era una nueva camada. Y ahora otra, pues los hijos ya están por ser abuelos. Y esta calle está igual a como estaba antes. Sólo que hace dos años le pusieron la luz.
La Blanca se enfermó un lunes y al domingo la estábamos enterrando. Tenía 26 años. La mamá casi vino loca. Entre ella y el papá criaron al Cacho y a la Rosita, que tenían un año y medio, y seis meses. La Rosita dormía en medio de ellos, y él, que no se había levantado nunca por ninguno de nosotros, se levantaba por la noche a hacerle la mamadera a su nieta.
Y ya cuando él se empezó a sentir viejo, dividió y nos dio un lote para cada uno de sus hijos. La primera que construyó fue la Bruna, que ya estaba casada.
El papá murió en el ‘70, y la mamá en el ‘89”.
Y FINAL
Doña Nelly trae fotos; muchas con el mismo motivo: un grupo de cosechadores, chicas y muchachos, alrededor de una escalera tijera, en el campo.
-Cosecha de aceitunas – me aclara.
Luego trae la foto que ilustra esta nota. La familia completa. Doña Nelly tenía 10 años. Los demás ya no están.
Pero están. No sólo en sus recuerdos. Están también en su cordialidad, en su don de gentes, en su manera de contar, en su apego a la tierra.
A ambos lados de la casa de los Moyano-Pegorín viven dos sobrinos: el Cacho Piccione –hijo de Blanca- y el Hugo Pegorín –hijo del herrero Luis; herrero él mismo-. En la esquina, junto al zanjón, se levanta todavía la casa paterna, la de Ugo y Giulia. Más acá, la casa de la Bruna, la hermana mayor, desde hace poco deshabitada.
Los italianos son así –pienso ya de vuelta, con la voz de Doña Nelly guardada en el cuaderno-. Viven todos juntos. Y están siempre todos.