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Editorial: El tiempo de no hacer nada

El martes 24 de enero, Clarín publicó en su contratapa uno de los tradicionales chistes del Negro Crist, reconocido humorista de origen cordobés. En el dibujo se ve a una señora con un carrito de supermercado paseando por la playa. La señora reflexiona: “un supermercado al aire libre, en la playa, con sombrillas son para mí las vacaciones perfectas”. Aparte de la ironía, la publicación funciona como disparador de análisis variados respecto de las conductas predominantes en amplios sectores de la sociedad.

Utilizar el tiempo de vacaciones para hacer exactamente lo mismo que hacemos el resto del año es una suerte de auto-robo que terminamos sufriendo en algún costado del cuerpo. Esa incapacidad de no poder desconectarse de la rutina, más que renovarnos el aire y lijar los cansancios, nos lleva a parecernos a aquel Sísifo de los griegos, condenado a subir eternamente una piedra a la montaña.

El autoengaño es una tendencia que nos descalifica permanentemente. Ahora: ¿Por qué tanta gente no puede dejar por unos días sepultadas obligaciones, rutinas, compromisos y demás verdugos que intentan desestabilizarnos durante todo el año? Se puede intentar una respuesta: así como nadie nos prepara para un divorcio -a veces ni para un casamiento- tampoco nadie nos prepara para el descanso. Ejercemos ese descanso porque hay una ley que –parece gracioso- nos “obliga” a descansar. Los trabajadores en relación de dependencia están “obligados” a planificar sus vacaciones; el tiempo de “no hacer nada”.

Ahora, durante ese “hacer nada”, ¿cambiamos el ritmo, se olvida la prisa y recobramos la cadencia lenta; recuperamos el placer de comer despacio y de saborear el café; nos permitimos la pereza…? Es importante darnos respuestas y definiciones para no perder el rumbo durante esos días. De lo contrario, como ha dicho alguien por allí, las vacaciones terminarán siendo como es, en algunos casos, el amor: las anticipamos con placer, las experimentamos con incomodidad y las recordamos con cierta nostalgia.

Es muy posible que el no saber parar tenga que ver con el no querer pensar, dicho esto como ejercicio de meditación. No hace falta hacer orientalismo; sólo hace falta desenchufarse de verdad. Por lo tanto, lo óptimo sería recluirse en sitios donde nadie nos conozca; sitios que no induzcan al desenfrenado consumo como lo hacen las ciudades. Salir de vacaciones para ver qué es lo que puedo comprar es algo así como escupir para arriba. Lo ideal es, por ejemplo, reencontrarse con la naturaleza, con una reconfortante soledad. Invertir tiempo en disfrutar las conductas de la naturaleza que –por ahora- se mantiene ajena a la locura consumista, ruidosa, alienante que proponen los sitios urbanizados.

Si se trata de “adquirir”, es mejor obedecer al pensamiento de Sócrates que asignaba a los ratos de ocio el más alto valor en la carrera de “comprar”. Vivimos demasiado atados a los méritos de la hormiga, la consideramos sabia y admirable a partir de innumerables fábulas. Sin embargo, parece que la sabiduría del bichito no es tanta, habida cuenta de su incapacidad para descansar plenamente.

Valgan, finalmente, los versos de Antonio Esteban Agüero para orientar un camino al descanso pleno. “Un día, siquiera, por semana/ensayemos el oficio humano/Paremos el reloj,/ocultemos el calendario;/no abramos periódico ni libro,/ni escuchemos radio,/y tomemos un ómnibus cualquiera/que nos conduzca al campo. Y una vez allí,/busquemos un sitio solitario,/entre pinos/y los álamos/a la vera del agua, si el arroyo/quiere ofrecernos su cristal cercano,/o en la abierta llanura donde el viento/galopa con los caballos./Y vivamos,/sí, nada más,/vivamos”.

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