Por Roxana González
Antes de ser vino pasaron tantas cosas…
Las manos del hombre, de la mujer y del niño acariciaron los racimos y crearon el camino para la divina metamorfosis.
Por eso, el viñatero es un creador. Sus nobles tareas son parte de esa génesis que hará llover vino sobre la tierra.
De norte a sur y de este a oeste, los trabajadores de la viña ofrecen toda su sabiduría, la que heredaron de otros artesanos y que acaso han de querer legar.
No es posible pensar la mágica bebida sin elogiar a sus hacedores. Por eso vaya nuestro homenaje para la familia viñatera que con su entrega hace posible esa sublime creación llamada vino.
Antes de ser vino sucedieron infinitos milagros…
La vid es la primera maquinaria natural que hace posible el vino. La química entra en juego. Síntesis, absorción, intercambios y equilibrio anuncian que esa cepa sabrá cuánto sol ha de tomar, cuánta agua beber para permitir la quimera final, el delicioso néctar.
Aún así y más allá de la sabiduría natural otros protagonistas encarnan la obra creadora.
Porque cuando la uva empieza a teñirse de color y en los labios regala el primer dulzor, es el viñatero quien se permite saborearla para advertir el grado de azúcar, percibir cierta acidez y deleitarse con el zumo que desparrama en la boca todos sus aromas, confirmando que llegó el momento de que ese racimo pase a mejor vida.
Se sabe que la historia de la vid y el vino guardó misterios que el ser humano fue develando de la mano de la ciencia. Durante mucho tiempo la fermentación del mosto careció de explicación científica y fue considerada “obra de Dios”. Pero hacia el siglo XVII el proceso de elaboración del vino fue objeto de investigaciones culminando en los decisivos descubrimientos de Louis Pasteur considerado el padre de la enología moderna.
Antes de ser vino hubo entrega, sudor, sufrimiento…
Lo primero será la poda cuando ha llegado el otoño. Cortar sin herir es la consigna. Hay que preparar la viña para el momento de la fecundación.
Más tarde llegarán los fríos. Y en las gélidas noches de invierno asomarán las heladas dejando en vela a la familia del vino, que no puede más que orar para que el frío pase sin dejar sus demoledoras huellas.
El calendario corre y llega setiembre. La vid se despierta, la savia avanza por sus ramas y las espalderas, los parrales o las liras sostienen con fuerza el avance de esas brazos verdes que quieren tocar el cielo.
Allí también está la mano del humano, quien habrá de guiar ese crecimiento, proteger esa vida que comienza y conjurar contra todos los males para que ninguno la afecte.
Los brotes empiezan a mirar el sol y aún el frío sigue siendo una amenaza. Casi como otra postal se puede ver a toda la familia apostada junto a las cepas haciendo arder algún fuego que sea capaz de espantar la maldición helada.
Ya con el sol del verano, los racimos invitan a la última caricia. Llegó el tiempo de la vendimia. Serán pues los conocedores, los maestros y amos de la viña quienes decidirán el mejor momento para la cosecha. Es el instante culminante.
Las manos vuelven a posarse sobre el viñedo. La fruta frágil sueña con ser vino y será su dueño quien habrá de llevarla hasta el lagar donde la esperan otros protagonistas de esta maravillosa creación.
En definitiva y por fortuna, mucho antes de ser vino fui amado…