Por Nicolás Sosa Baccarelli
La tarea de conducir por tierra, guiando de a caballo, hacienda de un lugar a otro ha sido uno de los trabajos de campo más difíciles, de mayor riesgo y de enorme responsabilidad.
El historiador mendocino Pablo Lacoste se ocupa de los arrieros de nuestra provincia en un trabajo titulado Transporte terrestre en el cono sur (1550-1850): Arrieros y troperos (artículo publicado en la Revista de estudios transfronterizos, de la Universidad Arturo Prat de Santiago de Chile). En dicha publicación explica Lacoste: “Hacia fines del siglo XVIII los arrieros trasladaban 10.000 mulas de carga por año a través de Los Andes y 1.600 carretas por las pampas… El arriero trasandino tenía que viajar por un terreno a la vez agresivo y desierto. A lo largo de la travesía, el arriero estaba expuesto a las más violentas tempestades, en caminos de cornisa de cuatro pulgadas de ancho, entre la pared de piedra y los precipicios” y citando al viajero Santiago Estrada dice: “Tenía que enfrentar el frío, el cansancio, el miedo y la soledad. Pero su fortaleza le permitía superar los obstáculos: El arriero pasa su vida al borde de los abismos, suspendido entre el cielo y la tierra, conduciendo sobre el lomo de sus mulas los productos que cambian los comerciantes chilenos y argentinos, y el correo que atraviesa aquellas inmensas soledades llevando sobre los hombros el fardo de la correspondencia y la nieve que cae sobre su cabeza, son dos tipos de valor y de fuerza que sobrepasan la talla vulgar…”
En el número pasado recordábamos algunos escritores que se han detenido en este tema: poetas, ensayistas, narradores. Luján de Cuyo no fue ajeno a estas labores. Benito Marianetti en su bellísima obra “La verde lejanía del recuerdo” nos dejó un hermoso testimonio del paso de los arreos por una de las calles principales de Luján de Cuyo: la actual Sáenz Peña. Así lo recordaba:
“Por esa calle enfilaban hacia la cordillera los vacunos que eran llevados por tierra hacia Chile. En verano era frecuente el paso de nutridas tropillas de novillos y de vacas. Ágiles jinetes, muy bien montados, iban adelante, atrás y a los costados de los animales. Alaridos y atropelladas, lazos, rebenques que veíamos en el aire, pero que casi nunca se descargaban sobre los vacunos, mugidos, nubes de polvo, reses cansadas que se tiraban al suelo, vecinos saliendo con precaución a las puertas de sus casas, niños asustados que se pegaban a las faldas de sus madres, terneros recién nacidos, también pegados a las vacas. Tal era el movido espectáculo que la calle presentaba, por lo menos una vez por semana, en verano. En los meses del frío invierno, cuando había escarcha en las acequias, también solían pasar animales. Pero estos se quedan invernando en los nutridos potreros de Vistalba o de Potrerillos y Uspallata. Allí engordaban para el verano siguiente. La mayor parte de estos vacunos pasaba por El Portillo, Tunuyán arriba, de manera que nuestra calle no era el único camino para estas empresas. En aquel paso se desbarrancaban muchos animales. Era un sendero muy estrecho en el que los caballos y los mulares tanteaban el suelo antes de hacer pie firme.
Cuando pasaban los animales, nuestra calle se llenaba. Se convertía en una guía caudalosa, llena de pezuñas, de cuernos, de bramidos, de caballos, de hombres montados, con poderozas nazarenas, afirmados en estribos de madera labrada, con amplios pañuelos al cuello y largos facones cruzados en la parte posterior de la cintura. Llevaban grandes sombreros con el ala doblada hacia atrás, y a veces se los sujetaban con barbijos.”