Por Nicolás Sosa Baccarelli
Una señora deja una bolsa sobre el mostrador para darme un abrazo y un afectuosísimo beso.
-¿Hermoso, cómo andas?
- ¿Muy bien y usted?
-Bien, acá haciendo unas compras.
- Perdonemé pero no me acuerdo de dónde nos conocemos…
- Yo soy Teresa (apellido) y vos sos el Pablito Ortiz.
- No. Se ha equivocado de persona.
- Sí -ratifica.
- No señora, se ha equivocado –insisto, sonriente.
-Noo. ¡¿Cómo?! No. Vos sos el Pablito Ortiz.- subraya con cierto enojo, y, en medio de una fila de personas que están presenciando la escena, me toma de los hombros y me gira levemente la cabeza como para inspeccionarme mejor.
- No señora. Le juro que no soy el Pablito Ortiz.
Ya no hay más alegría en el rostro de la señora. Ahora está visiblemente enojada. Guarda silencio. Está irritada, afligida, profundamente defraudada conmigo. No me quita los ojos de encima y, en esa actitud, da media vuelta y se aleja.
Yo he sentido lástima, vergüenza por lo que acabo de hacer. Sí, estoy avergonzado. Siento unas tremendas ganas de salir corriendo a buscarla para decirle que todo esto fue una broma, que soy el Pablito Ortiz, que me perdone, y despedirla con un abrazo y una carcajada.