Nuestro columnista nos cuenta la apasionante historia de amor que vivió Enrique Santos Discépolo en México, y su búsqueda, encuentro y posteriores andanzas con el hijo mexicano del gran poeta argentino. Un amor, un juicio y una historia que aún no termina.
Por Nicolás Sosa Baccarelli
Raquelita
1944. Ciudad de México. Sábado. La noticia ha aparecido en los diarios y está en boca de la plana mayor de los compositores y poetas mexicanos: han aterrizado en tierras aztecas los poetas argentinos Homero Manzi y Enrique Santos Discépolo. Agustín Lara ya lo sabía: “Mira, Discépolo es el Agustín Lara de Argentina, el autor del tango Uno que está tan de moda” le dijo a Raquelita Díaz de León.
La relación entre Lara y Raquelita atraviesa un momento difícil. Otra mujer ha aparecido en la vida del Flaco de Oro, una de las mujeres más bellas que han nacido en suelo mexicano: María Félix.
Agustín y María conforman “la pareja del momento” según las revistas que se ocupan de sentenciar estas cuestiones, y ofrecen una cena a Manzi, Discépolo y la delegación argentina en casa de Lara. Raquel no quiere presenciar ese momento. Es más, ni siquiera quiere estar cerca.
Cuernavaca, día siguiente. Raquelita es una actriz mexicana de dieciocho años con una sonrisa amplia y unos ojos que, con toda justicia, acaban de ganar el concurso “Los ojos más bonitos para el cine”. Se hospeda, junto a una amiga, en el hotel “Chulavista” de Cuernavaca, Estado de Morelos, muy cerca del Distrito Federal. Justamente ese día y en ese mismo hotel (y no por casualidad) gente del mundo artístico mexicano ha organizado un banquete para homenajear a los argentinos recién llegados.
Antes de comer, Discepolín quiere conocer el hotel, recorre algunos de sus pasillos y escucha salir de la ventana de un baño, una voz femenina, canturreando “Uno”: es Raquel. Minutos más tarde, poeta y actriz, coinciden en la mesa: Raquel, la de los ojos profundos y Enrique, “el Lara argentino” según lo bautizó el propio Lara.
“Nuestros ojos se imantaron… no podíamos dejar de mirarnos” recuerda Raquel, varias décadas más tarde. En un momento, Enrique tiró su servilleta al piso, la levantó y le dijo: “Me voy para México – DF- porque mañana salgo para Cuba… ¿Y si nos vamos juntos?”. “Ya estábamos enamorados” cuenta la actriz. Luego vino el viaje a la Ciudad de México, y así un amor que empezaba y que continúa hoy, en el corazón de esa joven de dieciocho años, que hoy tiene ochenta y seis.
La relación siguió por carta, luego el reencuentro, en 1946, cuando Discepolín regresa a México. Tita Merello y Luis Sandrini comparten con ellos paseos, cenas, salidas. Enrique y Raquel viven juntos y, por esas cosas que tiene el amor, ella queda embarazada.
Por entonces Enrique conformaba con Tania, una tortuosa pareja signada por peleas y escándalos. Tania se enteró del embarazo, viajó a México a buscar a Enrique y parada en un balcón lo amenazó: “Te volvés conmigo o me tiro”. Enrique accedió. Raquel tenía un embarazo de seis meses.
Enriquito
El 21 de abril de 1947 nació el niño. Lo bautizaron Enrique Luis: Enrique, por su padre; Luis, por Sandrini, su padrino. La ceremonia religiosa se realizó en la Catedral de la Ciudad de México. Sus padrinos de bautismo, junto a otros artistas amigos de Discepolín residentes en México, oficiaron de testigos en un procedimiento judicial en el que se le reconoció el apellido a Enriquito: Enrique Luis Discépolo sería su nombre.
Desde 1947 en adelante las cartas van y vienen. Discepolín les gira dinero, les consigue un departamento, se preocupa porque nada les falte. Mantienen una encendida correspondencia… cartas donde lo único que hay es amor, promesas, soledad, distancia. “Luna… luna bendita que te pone a mi lado desde que dejé de besarte” le escribe Discepolín desde Colombia. Telegramas, tarjetas… “Para Raquel, es decir para mí” reza la dedicatoria fechada en 1946, sobre un pentagrama donde descansa su “Canción desesperada”, uno de sus tangos más conocidos.
Navidad de 1950. Brindis en SADAIC. Discépolo está cada vez más flaco. Adelgaza a pasos agigantados. Brinda y guarda silencio. En medio de la reunión le dice a Luis Luciano, el sobrino de Tania: “Yo aquí festejando, y el chico allá solo”. Muy poco tiempo después moriría, de pena, “de ganas” como alguien dijo.
El proceso sucesorio se abre con un testamento fechado en 1950, escrito a máquina, vaya a saber uno en qué circunstancias. La declaración segunda es terminante: “permanezco soltero y no tengo ni reconozco descendencia natural”. Nombra únicas herederas a su hermana y a su pareja, Tania. Enfermedad, debilidad, miedo o cobardía, o quizá todo esto junto invadía a Discépolo en el momento de firmar ese documento. Todo esto y una mujer que se imponía en su vida, como una sombra.
Los planteos judiciales iniciados por Raquel y Enrique Luis resultan favorables a Tania. Las influencias de la célebre cancionista de tangos sobre la justicia, sus distinguidas amistades y otras cosas más, determinan una victoria judicial, según explicaría años más tarde Enrique Luis. Ni el examen de ADN se permitió. Primera instancia, segunda, Corte Suprema muchos años después… Los procedimientos, la distancia, y el transcurso del tiempo suelen ser despiadados en la arena judicial.
Encontrar a Enrique
Luego de meses de búsqueda tengo un número de teléfono. Me atiende una voz gastada, es Raquel Díaz de León. Mi emoción me permitió hilvanar con torpeza, un par de palabras, no más que eso. Le digo que sería muy importante para mí conocerla, me cuenta que está en reposo absoluto, recuperándose de una terrible caída. Le confieso que busco a su hijo y acto seguido advierto la triste situación: yo soy un desconocido y la chica de dieciocho años que tengo en mi mente, la de “los ojos más bellos del cine mexicano”, tiene ochenta y seis, está postrada en una cama, su salud es muy débil, y su memoria está muy deteriorada. Mediaron varias llamadas telefónicas donde pude comprobar con cierta tristeza que la conversación que yo pretendía con Raquel, sería imposible. Pero algo hizo que nos entendiéramos, y finalmente pude localizar a Enrique.
Estoy sentado en el café del Palacio de Bellas Artes. El lugar lo elegí yo por dos únicas pero fundamentales razones: la cercanía del metro y la seguridad del encuentro. Jamás nos hemos visto y el riesgo de cruzarnos y no vernos, es alto. En cambio aquí, es imposible desencontrarse.
He llegado media hora antes preparado con una libreta de apuntes, un grabador, un ejemplar de “UNO. Biografía íntima de Enrique Santos Discépolo” de Raquel Díaz de León, y un libro mío de regalo.
A las cuatro y diez minutos ha entrado al museo un hombre delgado de cabello canoso y barba discreta y blanca, esa que uno suele esperar de un psicoanalista. Trae un bolso y un bastón en el que se afirma. Camina encorvado, con esfuerzo – él también se ha sufrido una fuerte caída días atrás- y al llegar al café busca sobre sus anteojos, busca y no encuentra. Tiene la cara angulosa y una frente dilatada que avanza sobre la cabeza ganándole terreno al cabello. Me levanto de la mesa y salgo a su encuentro. Es el hijo de Discepolín, indiscutiblemente. Se me escapó un abrazo; a él, una sonrisa comprensiva de mi emoción. Sabe que al saludarlo, abrazo a su padre.
De muecas ágiles, nerviosas, de voz entrecortada, y una mirada que se pierde en el techo, bajo los anteojos, sus manos huesudas dibujan esferas en el aire. La conversación comienza, tímida, por una trivialidad, como corresponde a toda reunión que se sabe seria. El tránsito del Paseo de la Reforma, el café, la lluvia.
Me habla de México y de Buenos Aires, sus patrias. Me habla de “Homero” refiriéndose a Manzi, de “Cátulo”, por Castillo. Me cuenta de sus padrinos “Tita” y “Luis”. Los apellidos no los pronuncia, están de más. Me habla de Troilo y de Cadícamo. Todo esto con un acento mexicanísimo que torna la charla absolutamente extraña.
Nos hemos reunido pensando en una nota periodística. Otra más para él, una muy importante para mí. Ambos respetamos la propuesta a pesar de estar él ya bastante cansado de hablar sobre estos temas. “Mi padre fue un ser humano” tiene para decir. Tiene esa frase y un silencio que me hiela la sangre. A veces le dice “mi padre”, otras “este hombre” cuando se refiere a algunas heridas que todo este asunto le dejó. Porque sabe perfectamente quién es para todos nosotros, Discepolín, pero ante todo sabe que es su padre.
La tarde apura la confesión pero el grabadorcito encendido nos recuerda que existe la prudencia. Dice que ha aprendido a vivir con todo esto y sin nada de esto. Me firma la biografía de su padre y me agradece el ejemplar de mi reciente libro que le obsequio. “Se lo voy a llevar a doña Raquel” me dice (Al tiempo, Raquel me retribuye con un libro suyo). Yo soy un curioso pero no le he desagradado, entonces quedamos en vernos otro día.
Luego de algunas llamadas durante la semana, nuestra reunión es ahora en el Palacio de los Azulejos, en un café situado en el corazón del Centro Histórico. Concurrido, más popular y mucho más antiguo que el anterior, el café nos recibe en una de sus mesas, ahora sin grabador y sin cuaderno. Nos dedicamos a ver fotografías: Raquel y Discepolín sonriendo, Discepolín y Manzi bajándose de un avión, Enrique Luis en los brazos de Raquelita; todos en una cena, a la salida de un teatro. También hay fotos dedicadas y varios telegramas. “Injusto reproche enviado dos cartas un telegrama. Extráñote cada vez más” o “Recibido carta inolvidable. Te beso”, enviado desde La Habana, octubre de 1944.
“Me hablas de mi hijo, apriétalo contra mí, en tu pecho” alcanzo a leer. El tema es muy serio: Enrique tiene un compromiso con su madre de lograrlo, y quiere que sus hijas sean reconocidas como lo que en realidad son: las nietas de Enrique Santos Discépolo.
Entre los papeles que tenemos sobre la mesa asoman varios folios con cartas manuscritas. Son las cartas de Discepolín a Raquel. Ahí están, con tinta intacta sobre papeles amarillentos pero enteros. Sonrío y las tomo entre mis manos. “¿Me permite Enrique?”, “Adelante”.
Después hubo más café, las caminatas por el Centro Histórico, por Francisco I. Madero, por 5 de mayo, las papelerías de Isabel la Católica, los dulces de la Casa Zelaya que según Enrique tenía sí o sí que probar, sus actividades en la Universidad, su profesión de psicólogo, y su conocimiento en piedras y gemas… Conversaciones varias, en las que uno se pone al tanto de la vida del otro. Mendoza, una novia de la juventud, la vida en el Distrito Federal, Buenos Aires, el amor, el desamor, la vida.
A él lo inquieta la salud de Raquel, su futuro y el de sus hijas a quienes adora. A mí, otras distancias, otras soledades y preocupaciones que alcanzamos a conversar. “¿Sabes una cosa? Es una enorme irresponsabilidad poner la felicidad de uno, en manos de otras personas” me dice con los anteojos sobre la punta de la nariz y dándome una palmada. “Eso sí que no, maestro”. Y así, un día lo despedí con otro abrazo, para verlo perderse entre la gente, con su bastón de profeta citadino, sus gemas y sus cartas, en una calle cualquiera de esta ciudad de todos, querida y dolorosa.