Categoría | Cultura

Velada

Jorge Manzitti nos introduce en una historia de sombras.

Gradualmente anochecía. La oscuridad se introducía en la habitación con la facilidad de la rutina;  con ella traía el silencio de su espera.

Cerró la puerta escrupulosamente y -previo encender la vela, medio usada, del candelabro ornamental erguido sobre la cómoda- apagó la luz eléctrica; quería pensar, prefería la penumbra. Colándose por las hendijas, el aire hacía fluctuar como una bandera la llama de la vela. Al ritmo sin compás de su fulgor toda la estancia tiritaba de sombras.

Sumergido entre los brazos del sillón ventiló un cigarrillo en  lapsos desiguales. Aspiraba y exhalaba,  requiriendo y despidiendo el aroma ahumado, sin gozo visible pero con un empecinamiento apenas igualado por la energía. Su mirada dura, como el anhelo de un ariete, permanecía  incrustada en un  rincón de la sala; el ambiente tenía la sobriedad que da la oscuridad. Sólo las estrías del ceño traicionaban su preocupación. ¡Venir a decirle eso a él!

Cuando las arrugas se extendieron por su frente, remedaron los barrotes de una jaula intentando impedir la estampida de una fuga de pensamientos; la tapa de  una olla en ebullición. Martirizado barajaba todo tipo de ideas: algunas lógicas, otras dictadas por la pasión, el resentimiento, la desesperanza; embarulladas como  discusión de locos.

Cada vez que intentó ordenar las desbocadas imágenes, percibía más clara su impotencia; somatizaba un autónomo viboreo por el espinazo. Su aptitud para el raciocinio estaba reducida a un vértigo de asociación de ideas, simultáneas y desordenadas; una carrera  caótica de hipótesis.

En el pináculo de ese delirio consciente,  cuando sentía que la cabeza le estallaría en  neuróticos pedazos, rotunda como un portazo, le llegó la calma. Una placidez  de certidumbres y prioridades.  Sus cavilaciones mudaron a convencimiento. Libre de tironeos, había juntado imágenes y conceptos; razón y sentimiento. Aunque… sabía que causaría impresiones profundas.

Dejó la blandura del sillón despacio, con  solemnidad de ceremonia. Acercándose a la mesa cargó de vino una copa de cristal y paladeó el gustillo del cóncavo bouquet  hasta la última gota. Un oleaje bajo la piel lo recorrió agradablemente. Ablandó la mirada en la concesión de un vistazo a la puerta. Abrió un cajón. Los movimientos parsimoniosos patentizaban una conducta clara y la pacificación de su espíritu. Revolvió papeles, ordenándolos conforme a un principio desconocido antes en su vida. Luego cerró el cajón.

Durante algunos segundos escuchó el crepitar de la vela, que consumía el saldo de parafina. La pequeña llama diseñaba y borraba sombras instantáneas en las paredes. De niño hubiera atribuido figuras representativas a los fantasmales estertores. Indiferente a esos juegos, ahora  sentía una impersonal tristeza. Ya verían quién era él.  Nadie puede asegurar que haya sentido alivio después del disparo.

Jorge Manzitti

Deje su comentario