En el amplio mundo de los lectores, hay una copiosa variedad. ¿Qué tipo de lector es usted? Ofrecemos algunas clases de lectores típicos. Al que le quepa el poncho que se lo ponga… pero sin chistar. Incluye eyaculadores precoces y mentirosos pitucos que hablan de libros que no leen.
Por Nicolás Sosa Baccarelli
El célebre escritor inglés Samuel Taylor Coleridge escribió que hay cuatro clases de lectores. Los “Esponjas”, que absorben todo lo que leen; los “Coladores”, que retienen tan solo los posos y las heces de lo que leen. Luego están los “Relojes de arena”, que no retienen nada y se contentan con ir pasando páginas para pasar, con igual liviandad, el tiempo. Finalmente, encontramos los “Diamantes”, tan raros como valiosos, que sacan provecho de todo lo que leen y hacen posible que otros lo saquen también.
Entre las declaraciones de Coleridge y nuestros días, han pasado más de dos siglos de lectura. Por eso -en pluma menos ilustre y más desastrosa- proponemos al lector otras posibilidades -más insolentes- para ver si con alguna de ellas se siente a gusto.
El lector destructor
Se ensaña con el libro. Lo lee, sí, pero también dobla todas sus hojas, lo subraya con lápiz, con estridentes resaltadores, lo moja, le tira el café encima, hasta que llega el momento final: el deslome. Toma el libro en la página 150 con las dos manos y lo elonga hasta escuchar el crujido. A partir de ese momento ya no hay libro, hay un montoncito de hojas sueltas que resbalarán por el suelo del colectivo en el momento menos propicio.
El salteador de prólogos
Él sostiene la firme convicción de que ningún prólogo puede decir algo importante. El prólogo, prefacio, palabras previas, cuestiones preliminares, son todas formas de llamar una misma pavada. Ven en esa sección de los libros, un rodeo detestable. “Si éste tiene algo que decir -piensa este apurón- que lo diga en el libro”.
El eyaculador precoz
Pero hay apurones mucho peores: el eyaculador precoz de la lectura. A este lector atropellado, no le interesa el camino, el desarrollo, el regodeo con el lenguaje, no ha aprendido a disfrutarlo. No se aguanta y se va a leer el final. Empieza sabiendo que su vicio es incontrolable, y se resigna…
El lector de ómnibus
Este bicho lee salteadito. Sus géneros favoritos son la poesía y los cuentos breves. Mientras más breves mejor. Tan breves como lo que pueda durar el colectivo entre un semáforo y el siguiente. Él va leyendo, pero también va espiando el viaje, quién sube, quién baja, la conversación del pasajero de adelante. Este es el lector que hará un enorme esfuerzo, una inconfundible maniobra para ver qué está leyendo el que viaja a su lado.
El lector de trole
Es diferente, más refinado, goza del silencio, de la paz que caracteriza a este medio de transporte urbano. No cualquiera puede leer en el trole. Este avezado lector ya está entrenado, se ha acostumbrado al recorrido, ha aprendido a lidiar con el intenso traqueteo de la calle San Martín Sur y de Juan B Justo.
El cleptómano de libros
Va a casa de sus amigos y, con total descaro, se hace por sus propios medios del libro que le gusta.
El gil que los devuelve
El Dr. José Enrique Marianetti siempre repite que hay dos clases de giles: el que presta los libros… y el que los devuelve. Aquí nombramos a este último.
El lector de salas de espera
Este atrevido que va a molestar a médicos y abogados, está condenado, por su osadía, a leer las revistas que han colocado al efecto sobre la mesita de la sala o en un canasto. No tiene mucho para elegir. Puede optar entre el casamiento de Violeta Rivas con Néstor Fabián, una entrevista a Arnaldo André y unas fotos del cumpleaños del hijo mayor de Palito Ortega.
El lector fanático
Lee en TODO momento. Cuando está parado haciendo una fila, en un embotellamiento de tránsito, en un semáforo, en el banco, esperando su turno en una carnicería, en el correo…
El lector de baños
Un personaje emblemático, una pieza esencial en la literatura. Él se sienta y lee. Su actitud es de una profundidad filosófica sin igual: reúne en un mismo espacio y en un mismo punto del tiempo, el hecho más trivial del ser humano, y el más civilizado. Si todos fuésemos como él, este mundo sería mejor.
El lector de playa
Vence las adversidades, el viento, la arena, los gritos de los vendedores ambulantes, la arena que sus hijos le disparan en los ojos, el mate caliente que su suegra le echa encima, etc.
El lector desfachatado
No siente ni el más mínimo remordimiento en abandonar un libro -cualquiera- al principio, a la mitad o cuando le quedan dos páginas. Si no le gusta, chau. Lo deja y empieza otro.
El lector en voz alta
No puede concentrarse y obliga al que está cerca a escuchar su cuchicheo.
El lector por ósmosis
Cree que porque lleva el libro en el portafolios o porque lo hace dormir durante 6 u 8 meses sin tocarlo sobre la mesa de luz, él “lee”.
Un bicho abominable y dañino: el “lector” que habla de los libros que no ha leído.
Quisiera detenerme en éste, por ser la especie más venenosa entre los lectores… precisamente porque no lo es. No es un lector, es un impostor. El señor quiere hablar de esos autores frente a sus amigos, a sus jefes, a sus colegas; la señora quiere quedar bien con sus amigas en una tarde de té, y tira sobre la conversación, revolea sobre la charla, ese título o ese nombre, sin saber que sus amigas –que también van a hablar al respecto- tampoco lo han leído. Es abominable porque es un farsante. Es dañino porque siembra en los interlocutores, nociones falsas de los libros y de los autores. Cuando la cosa se pone más peliaguda, recurre a Google y resuelve el problema de un modo discreto y sencillo.
El lector de libros de autoayuda o de recetas para la riqueza y la felicidad
Tiene títulos como estos: “Aprenda a ser feliz en tres pasos”, “Aprenda el budismo en dos semanas”, “Cómo ser un lama en 15 días, meditando y comiendo zapallitos”, “Cómo ser un empresario exitoso en cuatro semanas” (Contiene fáciles consejos para burlar a la AFIP, la DGR y la Inspección General de Justicia),“Las 12 leyes espirituales contra la envidia y el tránsito lento”,“Cómo hacer para que sus hijos sean tan ganadores, ricos, pintones (y cornudos) como usted”.
El lector mártir
Es más frecuente en matrimonios que ya han pasado las bodas de plata. El señor se acuesta a la noche y antes de escuchar a su esposa reprocharle que no cambia el cuerito del surtidor del patio que gotea desde hace meses, que la hija de la vecina cumple quince o una extensa alocución sobre las ofertas de un supermercado cercano para comprar el juego de toallas o sábanas que están estrenando, el señor se tapa, prende su velador y “lee”.
Suele hacerlo la mujer el domingo a la tarde cuando el marido está viendo apasionadamente como si se tratara de una final de un campeonato mundial, un amistoso entre Quilmes y Desamparados de San Juan.
El lector infiel
Lee cuatro libros al mismo tiempo. Picotea. Termina dos, empieza otros tres. Y así pueden pasar décadas.
El triste destino del bibliófilo
Ya ha llegado a un punto en que ni lee. Sólo repara en el año de edición, la editorial, la encuadernación, el color de la tapa, compara ese ejemplar con otros dos de diferentes ediciones, recuerda en qué librería, en qué ciudad y cuánto pagó por ese libro. AMA los libros… quizá más que lo que tienen escrito y cuida obsesivamente su biblioteca. Esta historia suele terminar siempre igual. El viejo se muere, sus hijos abren la sucesión, todos quieren la casa, el auto, la finca, y los libros empiezan a acumular polvo y roedores un par de años hasta que un buen día uno de los herederos (quizá alentado por alguna nuera “práctica” o algún yerno rencoroso) como ve que no le puede sacar ni un peso, decide darlos. Y así los lleva, por ejemplo, a una biblioteca popular. Allí llegan en gigantescas cajas, los amados libros del difunto. Pero ahora húmedos, deslomados y amarillentos, como llega un anciano a un asilo.
El lector pulcro, prolijo, ético, escrupuloso y reprimido.
Le han dicho que cuando se empieza un libro debe terminarse, que los libros no se rayan, que sus hojas no se doblan, que es un pecado imperdonable adelantarse un par de hojas para espiar lo que viene. Es monógamo, y cree que esa insalubre costumbre se extiende a todos los órdenes de la vida, entonces jamás empezará otro libro cuando ya tiene uno en las manos. No lee, cumple una tarea. No lee… sufre.
Colofón
De cualquier forma, la lectura nos entrega a uno de los placeres más irresistibles y el libro representa uno de los mejores inventos de la humanidad. Como alguna vez anotó un ilustre ciego, vecino del barrio de Palermo: “De los diversos instrumentos inventados por el hombre, el más asombroso es el libro; todos los demás son extensiones de su cuerpo… Sólo el libro es una extensión de la imaginación y la memoria”.