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Anecdotario breve de un médico rural

El recientemente galardonado por la Universidad del Aconcagua médico neurosiquiatra, Dr. José Enrique Marianetti, nuestro querido vecino y colaborador, nos regala en esta edición su segunda anécdota recordando el ejercicio de su profesión durante sus años mozos.

“No se confunda, Don C…”

Como siempre, de guardia. El silencio se rompe al sonar el teléfono, señal inequívoca de un pedido de auxilio. El reloj pulsera marca las 2.20 de la madrugada. El domicilio del paciente en crisis está a la vuelta de la clínica, sobre calle Patricios, de manera que llegué allí en instantes. Es un socio de la cínica muy conocido en Luján.

Corpulento, ansioso, hipertenso y cardiópata, venía tratándose por años.

Al pie de su cama, conversando, como se hacía antes de la invasión tecnológica en procura de antecedentes orientadores hacia el diagnóstico, su señora me cuenta que habían estado de carneo –mes de julio-y, por ende, durante varios días la mesa había abundado más que de costumbre.

En mi antiguo botiquín tenía provisión de ampollas de morfina, aminofilina, diuréticos de acción rápida, coramina y ovabaína, armas de “última generación”, que se usaban habitualmente para prevenir a los infartos cardíacos y los casos de “angor péctoris”. Al interrogar al paciente, ansioso, con los ojos casi fuera de sus órbitas, me señaló como síntoma de mayor agudeza del dolor, la zona central del pecho, a nivel esternal, con irradiación hacia todo su brazo izquierdo, y una “molestia” dorsal a nivel interescapular.

En la auscultación percibí arritmia y, aunque no era alarmante, su tensión arterial estaba alta. Examinado el enfermo, salí de la habitación, dirigiéndome hacia el adyacente comedor, donde, alguno sentado y otros de pie, esperaban mi opinión sobre el caso. Expliqué extensa y pacientemente de qué se trataba el cuadro que presentaba el enfermo, manifestando además, mi intención de permanecer en la casa para tener un mayor control del cuadro, habiéndole ya administrado la medicación acorde a la sintomatología.

Eran ya las cuatro de la mañana, en tiempos invernales en los que el frío se hacía notar. En ese tiempo no se instalaban aún las cañerías de gas. Debajo de la mesa, un gran brasero y una estufita eléctrica con su resistencia al rojo vivo, no calentaban más que un fósforo encendido. La casa debe haber tenido más de cuatro metros de altura.

Ya se me había servido una grapa, que disfruté mucho. La diligente dueña de casa ubicó en la mesa una gran fuente con enormes tajadas de jamón crudo casero y también pan, aceitunas y varios tipos de quesos duros.

En la Clínica sabían donde yo estaba. Por las dudas llamé avisando qué hacía, advirtiendo a las enfermeras que no dudaran en llamarme si algo surgía, dado que el único médico no podía abandonar la Clínica tanto tiempo como el ya transcurrido.

La mayoría de los que al principio rodeaban la mesa se fueron retirando, a medida que el paciente se estabilizaba. Quedaron conmigo su esposa, un hijo y alguien más, encargada de seguir nutriendo la fuente. Acercándose ya las siete, digo: “Señora, su esposo ya se encuentra estable. Llévelo hoy mismo a su médico para que decida si va a cambiar la medicación o el tratamiento. Me voy a retirar”. Saludo al paciente con un apretón de mano y éste pregunta: “¿Cuánto se te debe?”. “Son diez pesos”, le respondo. “¡Pero, ché, qué barbaridad!” dice dirigiéndose a su esposa, y continua: “Todavía que te di de comer toda la noche, ¿encima me vas a cobrar? ¿qué te parece?”

“Usted confunde, don C…: una cosa es la delicadeza y don de gentes de su esposa, que me atendió preferencialmente, y otra son los honorarios, que, por otra parte, no son para mi, sino para la Clínica, a quien tengo que rendirlos, estimado señor”.

Encogiéndose de hombros, exclamó: “Decile al doctor Freire que puede meterse la guita en el c…”

Saludé lo más cordialmente que pude, dadas las circunstancias y salí razonando: “¿cómo puede ser así la gente? Estuve toda la noche a su lado, lo salvé de un infarto de miocardio y lo único que le importó fue la erogación gastronómica, que, por lo demás, no gocé solamente yo”.

En fin, “haz el bien sin mirar a quién”.

José Enrique Marianetti

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