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La rubia Mireya: entre la verdad y el mito

Por Nicolás Sosa Baccarelli

Academia Mendocina del Tango

¿Te acordás, hermano, la rubia Mireya

que quité en lo de Hansen al guapo Rivera?

Así rezan los versos de Manuel Romero que, con música de Francisco Canaro, conforman  el célebre tango Tiempo Viejos, inmortalizado por el Zorzal en 1926.

Esta pieza introduce dos hechos y un enunciado ya legendarios para la historia del tango. El café de Hansen -que efectivamente existió- , el enunciado según el cual “los muchachos de antes no usaban gomina” – lo cual es una certeza- y la posible existencia de la fémina de vida disipada y eximia bailarina que nos ocupa.

La rubia Mireya integra la pléyade conspicua de heroínas del tango. Quizá se trata de una de las más conocidas. En sus buenas épocas  “se formaba rueda pa´ verla bailar” y dejó en sus festejantes un vívido recuerdo de “lo linda que era” según nos lo narra el tango.

Casi puedo verla, sonriente y gentil bajo una parra, con un aire a novia y un revés de meretriz. Con un perfume de pucho  y madreselvas, la presiento… la encuentro detrás de su leyenda. Así era de linda. Más tarde, los años y la noche, recalaron sobre su cuerpo e hicieron lamentar al hombre que, habiéndola conocido en su juventud y luego cruzado en alguna esquina porteña, casi no la vio detrás de esa “pobre mendiga harapienta”. La vejez que surcaba su rostro, le hizo dar vuelta la cara y ponerse a llorar.

Es que esencialmente es la misma  “pobre mujer que vende flores”, que nos relata Marambio Catán en Acquaforte,  que fue en otros tiempos “la reina del Montmartre” Ahora, abatida, por no tener más besos, ofrece en su lugar un ramo de violetas.

Importante es advertir que Mireya – como personaje literario- ya existía antes del tango que glosamos. Ya en 1923 la vemos protagonizar un sainete titulado “El Rey del Cabaret” de Alberto Weisbach y Manuel Romero. Su protagonista era Mireya. Pero esta vez tuvo, a despecho del buen gusto y de la verosimilitud, un final feliz, casándose con un muchacho adinerado, de buena familia.  Luego proliferaron obras teatrales y cinematográficas.

Néstor Pinsón –prestigioso investigador del género- , sitúa  los orígenes del nombre en la región de Provenza, en el sur de Francia. El poeta Frédéric Mistral (1830-1914) escribió en 1859 un largo poema en el que retrata la vida cotidiana en la región, y coloca de personaje principal a una mujer, cuyo nombre da título a la obra: “Mirèio”, en lengua provenzal. También lo hemos encontrado como “Mireia”, más parecido todavía a su versión porteña. Este nombre traducido al francés se convierte en “Mireille”, que al arribar a nuestro puerto, los argentinos transforman en “Mireya”.

Más tarde, Charles Gounod (1818-1893, compositor de la ópera “Fausto”) trabajó en el poema como argumento de una ópera de corte humorístico y costumbrista. Se estrenó en marzo de 1864, con gran éxito en Francia y no tardó mucho tiempo en ser conocida en nuestro país, lo que seguramente provocó que se comenzara a utilizar en nuestras tierras el nombre “Mireya” como apelativo femenino. Mistral recibió el premio Nobel de literatura en 1904, siendo distinguido precisamente por la obra que comentamos. Hasta aquí, salvo algunas variantes, la idea de Pinsón.

Da vueltas otra versión, quizá más conocida, que nos habla de un conventillo posiblemente llamado “María La Lunga” en Castro Barros al 400, y de una tal Margarita Verdier, o Verdiet, apodada “La Oriental” y también… “La Rubia Mireya”. De padres franceses, habría nacido en Uruguay  y se habría radicado luego en el barrio de San Telmo. Sus días le habrían proporcionado varias y aturdidas noches, y la fama de “ave nocturna”, no precisamente por lo sabia.

Algunos han afirmado saber que un médico la atendió, con sus 85 años y un tétano (o quizá tuberculosis) fatal. Esa versión ubica su decadencia por las manzanas de Boedo y Nueva Pompeya y la hace morir, pobre y vieja, en el Hospital Muñiz. No conocemos rastros de su enfermedad, ni de sus restos.

La imaginación -que acostumbra reñir con la historia, amenizándola… u oscureciéndola- vinculó a Mireya con Toulouse Lautrec, Julio Cortázar, Gardel, y mezcló con toda tranquilidad  Le salon de la rue des Moulins con el café de Hansen como si algo tuviesen que ver. Algunas de estas historias fueron escritas sin ninguna pretensión de veracidad. No obstante, fueron propuestas muchas veces como hechos veraces.

Una última reflexión. Si tomamos en cuenta la altísima probabilidad de que, muchas de sus compañeras de oficio – “bailarinas”-  se hayan sentido tentadas a rebautizarse con el ya famoso nombre de su colega, vemos que las “Mireyas”, se  pueden haber multiplicado en pocos años.

Así, la verdadera quedó oculta bajo la niebla espesa del tiempo… si es que existió alguna vez una verdadera.

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