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Cuentos de vecinos

Una montaña de tierra

Por Gabriel Gallar

Distraído miró hacia abajo y vio que había restos de barro. Con disimulo intentó juntarlo con los pies. Peor. Desde la suela de los botines seguía cayendo tierra. La mancha era muy notable sobre las baldosas rojas recién baldeadas.

Imaginó lo que sucedería cuando entrara la maestra y viera el piso sucio debajo de su mesa.

“Hay que mantener la limpieza, no sean mugrientos, los zapatos lustrados, las uñas limpias, la bolsa de higiene…”

No atinaba a nada. Tal vez buscar una escoba y barrer… Pero la maestra llegaría en un instante y se iba a enojar.

Nervioso, torpemente, amontonaba la tierra con los pies, como queriendo arrinconarla.

A pesar del frío comenzó a transpirar. Restregaba las manos húmedas en los pantalones.

Pensó en juntar la tierra y echarla en los bolsillos. Pero seguro que se hacía barro.

De reojo atisbaba la puerta deseando que nunca se abriera, que su maestra no asomara por ahí.

A su parecer, el montón de tierra se hacía cada vez más grande (como si tuviera vida y creciera incesantemente) y más difícil de ocultar. Como si los botines tuvieran en las suelas inmensas grietas llenas de greda.

Si pudiera detener el tiempo y a prisa dejar todo limpio… A su alrededor, por contraste, todo estaba impecable, brillaban las baldosas.

En medio de un silencio sepulcral se abrió la puerta. Cerró los ojos con fuerzas, intentando protegerse en la oscuridad de los párpados apretados. Como si Dios hubiese detenido el tiempo y ya nada transcurriera, la eternidad infinita se produjo en un instante.

El sudor frío recorría su espinazo y bajaba hasta el ombligo.

Otra leve brisa juntó la puerta. Nadie había entrado a la sala.

Se agachó y tomó un puñado de tierra. Rápido lo echó al bolsillo del guardapolvo. Lo apretó para que no hiciera bulto.

El plan parecía sencillo: juntar tierra en los bolsillos y luego pedir permiso para ir al baño y entonces tirarla al inodoro.

Nuevamente se agachó y advirtió sus manos embarradas y embarrado el bolsillo del guardapolvo. Con el pañuelo intentó limpiarse las manos. Lo consiguió a medias, dejando inutilizado el pañuelo.

Seguramente la maestra revisaría que todos tuvieran sus pañuelos inmaculados.

Volvió la vista al suelo. Calculó que toda esa tierra nunca cabría en los bolsillos. Tendría que hacer más de un viaje. Se imaginaba a los presos que intentan huir de la cárcel haciendo un túnel y esconden la tierra con mucha astucia…

Razonó que no era posible pedir permiso dos o tres veces para ir al baño. Tendría que sacar toda la tierra en un solo viaje.

Escuchó pasos que se acercaban a la puerta. Instintivamente abrió la carpeta: las manos sucias mancharon la última tarea, justo la que iba a controlar la maestra. El corazón desbocado le retumbaba en el pecho. Contuvo la respiración casi hasta la asfixia y se quedó inmóvil, pétreo, con los ojos clavados en el piso.

No le gustaban los retos ni las humillaciones (su padre siempre canturreaba “es malo ser indócil y pecado ser triste”) pero estaba dispuesto a aceptarlas en silencio.

Abrió los ojos. La vista turbia de lágrimas contenidas pendulaba de la carpeta al piso. Ya no tenía el pañuelo limpio para pasarse por los ojos, así que usó la manga del guardapolvo. Suspirando comprobó que había entrado un compañero atrasado.

Ahora trataba de concentrarse. Debía aprovechar esta tregua que el destino le regalaba.

Cambiarme de sitio, pensó. Recorrió el aula de un vistazo: solo quedaba una silla sin ocupar. No. No era la solución. La maestra se enteraría y lo retaría por cobarde y mentiroso.

De la mochila sacó la bolsa de higiene. Si sacaba de ella el jabón, la toallita y lo demás, podría usarla como recipiente. Ahí sacaría toda la tierra en un solo viaje.

Era el mejor plan. Pediría permiso para ir al baño. La maestra exigía ir con la bolsa de higiene. Nadie sospecharía que él llevaba tierra en lugar de los elementos correspondientes.

Miró por la ventana hacia el patio. Aún no terminaba de amanecer esa fría mañana de invierno. Apenas, tímidamente, la claridad se anunciaba. Un sentimiento extraño lo invadía. Bronca. Saberse inocente y culpado.

Él, que en su imaginación había inventado un gato que manejaba una motocicleta; él que sabía dibujar una jirafa arrodillada sobre el agua; él que era capaz de sonreír cuando el surco era aún infinito y virgen y ya le dolían las manos… Él, estaba acorralado en una trampa inverosímil.

Esa madrugada el padre lo silbó a las seis y media. Remoloneó con pereza en la cama. Le dolían las manos y la cintura de la jornada anterior. Miró por la ventana: era noche cerrada pero la luna brillaba. Afuera no había movimiento. La helada había dejado su huella negra sobre las plantas.

Se lavó la cara con el agua fría del balde y se arrimó a la amarillenta tibieza del fogón. Sorbió el té apurado mientras intentaba peinarse de memoria, sin mirarse en ningún espejo. Temía llegar tarde a la escuela.

Cuando salió de la casa vio el callejón inundado. Esa noche nadie quiso dirigir el agua a causa del frío y ésta se desparramó por doquier.

Quiso insultar pero no supo a quien. Encaró el callejón a los saltos, evitando embarrarse, pero fue inútil. Sus botines se hundían blandamente en el barro a pesar de sus protestas. Llegó hasta el alambrado, lo cruzó por debajo y ya en tierra firme intentó limpiar los botines con un manojo de hierbas secas.

El frío le golpeaba la cara descubierta. Corrió hacia la escuela buscando un poco de calor. Pensaba, sin querer, en el exquisito perfume a naranjos florecidos que siempre sentía cuando su maestra entraba al aula.

Y ahí estaba el montón de tierra, bajo sus pies, inocultable.

La puerta del aula se volvió a abrir. Se estremeció. Entró la celadora para anunciar que la  maestra  avisó que estaba enferma y no podía venir. Entonces sintió que una fragancia maravillosa, más deliciosa que el de los naranjos en flor, invadía su alma.

Un poco relajado miró al suelo y sólo vio un minúsculo montoncito de tierra seca.

Sonrió feliz, quitándose el barro de las manos.

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