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En Chacras de Coria: Memorias del pueblo que fue

Compartimos la cuarta parte de este relato que escribió Carlos Adduci sobre sus recuerdos en el pueblo de su infancia.


(…) Y pasábamos automáticamente de lo bélico a ser los reyes del volante, las carreras de autitos rellenos con masilla y con chapita adelante para que se deslizaran más; luego los robos sistemáticos y organizados de frutas de estación, mientras sus custodios dormían la bendita siesta, las figuritas de chapa, las bolitas de mil colores, las escondidas en la Panadería Los Andes con el guiño cómplice de Doña Ángela -que nos hacía el aguante-, para que Don Pedro no se enojara. Los partidos de pataditas con dos toques con la de trapo en la vereda de la escuela.
Si teníamos una pelota, ya fuera de media cosida, goma o cuero, no necesitábamos más nada: un recreo, una vereda o el potrero eran el estadio, y siempre estaba el sueño presente de que te descubrieran y te  llamaran de algún club para que les hicieras ganar el campeonato. El potrero de al lado de las vías era cosa seria. Porque ahí los fines de semana era la oportunidad de jugar con los mayores, cosa que nos hacía sentir importantes y valorados.  Como aquel sábado que con sólo 14 años, me quedó una para la bolea y se la puse en el ángulo al Cacho Piccioni. O cuando se jugaba con el Quique, el Titín y sus hermanos: el Negro, Néstor y Jorge, y te decían: “Vos jugá tranqui, pibe. Nosotros te apoyamos”…
Cómo olvidar a los Azpilcueta, al Zorro Piña. Potrero más que especial, porque había que parar la pelota para que pasara el tren despacio tocando su bocina. Imposible dejar de recordar aquella tarde contra el Barrio Collovati en que teníamos que definir por penales y mientras todos esperaban atentos al último de la serie, que me tocaba patear a mí, camino hacia el punto penal, acomodé la pelota y a un chiflido el Andrés se afanó el ansiado cajón de gaseosa y salió corriendo. Qué divertido, eran carcajadas recordando la cara de los contrarios que nos corrían detrás. Los sábados por la tarde y domingos, toda la atención la acaparaba el Grand Splendid, el cine de Chacras.
Creo a rigor de verdad, que no dejé de ver ni una sola, de Palito o Marrone, el Capitán Piluso, Un dólar marcado, Trinity, Dyango y hasta Adiós, cigüeña, adiós, que quedó marcada en mis retinas como una fotografía. Doña Rosa, mi abuela, me llevó a ver una prohibida para menores, El padrino, no sin tener que lidiar un buen rato con Don Angeleli para que me dejara pasar. Lejos la mejor película que vi. También en el cine di mi primer beso; puedo sentir  todavía la euforia y ansiedad que se mezclaba con el nerviosismo, hecho fundamental que dejaría paso a otra etapa, que ya venía al galope, a la que era ajeno todavía.


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