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Opinión: El olor de los libros, por Javier Hernández

“No es la población, ni son sus calles o edificios, el parámetro es el McDonald’s y un pueblo se recibe de ciudad cuando abre un McDonald’s”, sostiene el experto ante el auditorio y blindado a cualquier objeción del público por el solo hecho de estar allí hablando fuerte y claro.

Fuente: Diario Los Andes

A veces tengo la sensación de que para persuadir sobre cualquier asunto, solo hacen falta la ocasión y un traje, tal vez un micrófono en la mano pero especialmente hace falta el tono de voz adecuado. Abandono la sala: dice mucho sobre el disertante cuando lo mejor de una mañana en el centro de exposiciones de San Martín se encuentra dando un paseo por los jardines.

Pueblo enorme: en San Martín y en toda la región no hay un solo McDonald’s, aunque puesto a pensar me inquietan otras ausencias, como saber que tampoco hay librerías o mejor dicho, que ya no quedan y creo que ese dato dice mucho más sobre este pueblo. No hay librerías de libros ni tampoco algún loco buscando abrir una: la gente lee poco, se perdió la costumbre de regalar libros y en todo caso, internet permite comprar desde un sillón.

Una pena, me digo, el cambio de ciertas costumbres y pienso en el roce de las hojas de un libro y en ese aroma, mezcla de papel, tinta y pegamento que también es parte de la lectura y en lo diferente que huele un libro nuevo de uno viejo y en cómo, el paso de los años vuelve esos olores más intensos.

Hago memoria y de las librerías que hubo en el este durante estos 30 años recuerdo ahora mismo una muy pequeña, que olía a libros de una manera particular. Atendía en un local retirado de la vereda, al fondo de un lote despojado que pretendía ser un jardín. Había un ventanal y una puerta también de vidrio y lo primero que uno veía al acercarse era a un gordo enorme en su mundo: a veces leyendo, a veces jugando ajedrez. Ese era Guillermo.

El local había sido taller de televisores: un lugar pequeño que sacrificó la comodidad y los muebles en beneficio de espacio para los libros. Solo conservaba un viejo televisor blanco y negro, al que le habían quitado la pantalla para ocupar el hueco con libros de saldo. También había una pajarera colgando del techo que guardaba las obras de Borges hasta 1972 que editó Emecé en un tomo. Y además un espejo de medio cuerpo, trizado y con un papel atrapado en una esquina del marco, donde en letra gótica se advertía: “Quien tome este libro o lo robe o lo saque de alguna manera malvada, que lo maldigan y lo maldigan para siempre, a menos que lo devuelva o expíe su acto”.

Todo olía a libros y el local alternaba ejemplares nuevos y usados en estantes, en cajas, bolsas y apilados en el piso formando un caos al que solo Guillermo accedía sin extraviarse. No había mostrador, solo un par de sillas y una mesa junto al ventanal. Allí Guillermo esperaba clientes y cobraba metiendo la mano al bolsillo del que sacaba un puñado de billetes arrugados.

Hicimos amistad y jugamos ajedrez en aquel espacio mínimo. Supe que aprendió el juego allí mismo, leyendo los cuatro tomos del Tratado de Ajedrez del maestro Roberto Grau; jugamos muchas tardes, gané y me ganó de manera alternada, y fue tras varias partidas que descubrí un gesto que repetía cuando creía estar en ventaja: luego de una jugada que suponía ganadora, aspiraba profundo y se llenaba los pulmones de sus libros, del olor de esos libros que nos rodeaban como un público quieto y paciente.

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