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Marcela Panasiti: Honrar la vida

Hace más de 25 años que vive en Estados Unidos y muchos, muchos más, que encuentra en el arte su canal expresivo. Aspectos de una artista con agallas que le rinde culto a la naturaleza y busca la analogía del suelo con el ser humano.


Tal vez porque extrañaba Mendoza, su provincia natal, y porque fue en este suelo donde descubrió su amor por la tierra envuelta en el encanto de sus manos, Marcela Panasiti continuó a la distancia en busca de lo que escondía el suelo, la corteza terrestre. El adobe fue desde un principio, fuente de inspiración, como también los recuerdos, las personas en el camino, el autodescubrimiento y los días y noches y años que pasó repartida entre El Bolsón, Misiones, Hawaii y Arizona, donde reside desde hace un cuarto de siglo y donde forjó su carrera como artista del barro.

De visita en Mendoza ante el nacimiento de su segundo nieto, Fausto Pastor, Marcela no pudo contenerse y volvió a refugiarse en el silencio de su obra en un verde jardín de Chacras de Coria. Allí la encontramos para conversar sobre el arte y la vida, que en su caso, ante sus ojos verdes y grises, son la misma cosa, el mismo todo. Si se remonta a su inicio expresivo en la geografía local, entonces recuerda unos “muralitos de barro” que hizo para la Bodega Orfila. Si va un poco más allá, viene el adiós a la cuyanía y el comienzo de un trabajo compulsivo repartido en galerías estadounidenses con sede en Arizona, California, Nueva York o Colorado.

Madre de tres hijos, José Pastor, Shaun y Tisha, Marcela Panasiti es ante todo una persona sensible que aunque no persigue dar explicaciones de quién es o lo que hace, reflexiona sobre aprendizajes que a ella le allanaron en el último tiempo la ruta: que aunque se quiera no siempre se puede controlar la vida y que cada individuo tiene una forma de ver y sentir que no se corresponde a un modo grupal de pisar el mundo. Hace cinco años un tumor cerebral y tres operaciones ulteriores la impulsaron a empezar de vuelta y a dejar de a poco la cuadriplejía en la que se vio sumida. Tuvo mucho que aprehender y el amor, en esta etapa, fue un recurso inagotable por parte de sus seres queridos, ni qué hablar de la cercanía de su hijo Shaun.

Sus obras son un despliegue de lo que Marcela es en esencia: una buscadora de rastros, una obrera de grandes murales, una paciente creadora de mosaicos y una mujer influenciada por significaciones chamánicas. En los muros apunta a expresar las distintas eras presentes y a reflejar la naturaleza misma y sus accidentes, mientras que en el trabajo con mosaicos, las piezas adquieren un sentido medido y controlado. En la Rueda Medicinal, el círculo sagrado del que se sirvieron tantas civilizaciones antiguas para entender los ciclos de la vida, Marcela halla una lógica espiritual, de Sur a Este, para enceguecer, interiorizar, afrontar y resolver circunstancias.

“Me conmueve cuando alguien ve una obra mía y siente algo porque mi arte es abstracto y su recepción tiene que ver con la subjetividad. No es mi intención fundamentar lo que hago salvo que alguien indague en eso”, dice la artista que heredó el amor por el arte de su familia materna, Hoffman, y la cultura del trabajo por filiación paterna. “El arte es un poco mi parámetro para superarme junto con la música, sobre todo la nativa. Me gusta mucho cantar. Estoy muy feliz con lo que me pasa y a pesar de haber perdido cierta autonomía para moverme, estoy agradecida con la vida”, agrega esta creativa autodidacta que para encarar su obra viaja los kilómetros que separan a Sedona de Tucson, en Arizona, recoge la tierra roja, pura y virgen necesaria, la cierne, la deja secar, prepara las estructuras cual carpintera y se lanza a lo desconocido y encuentra lo que tiene para decir.

"Wave Forms Ocean Series", una obra hecha en adobe con pátinas.

De la serie "Ventanas".

Foto: Mirada Art Blog

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