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“Casita robada”, por Alejandro Poquet

En el mes de marzo de 2016 una red de artistas de la ciudad y provincia de Buenos Aires propuso Cantar las 40, contra la impunidad de ayer y las injusticias de hoy. El terrorismo de Estado impuesto por el último golpe militar fue recordado a través de baile, cine, música, fotografía, literatura, teatro, plástica. La memoria artística también se ejerció para no olvidar las asignaturas pendientes de la democracia.

Vecinos de Chacras de Coria, pueblo de Mendoza, esperaron el mismo 24 de marzo para cantar sus 40 frente a la plaza, bajo una intensa lluvia que el viejo cine Gran Splendid se encargó de contener. Orgulloso por su parecido con el Cinema Paradiso protagonista de la película de Giuseppe Tornatore, y agradecido por su restauración como salón cultural “para todos”, abrió sus puertas y cedió su ancho espacio, totalmente colmado, para la presentación del libro de María Josefina Cerutti Casita robada. El secuestro, la desaparición y el robo millonario que el almirante Massera cometió contra la familia Cerutti.

El ejercicio de recordar el horror de esa dictadura a través de la literatura comenzó con Cuarteles de invierno de Osvaldo Soriano, en el mismo momento en que ese horror lo había expulsado del país. En cuatro décadas el arte fue abriéndose paso entre hegemónicas rememoraciones políticas y -más tardíamente- judiciales, hasta ocupar un lugar protagónico en la indagación de ese pasado. Protagónico y osado hasta el juego y la ciencia ficción. En la obra de teatro Etiopía de Mariana Mazover son Brumaria y Germinal, dos muñecas, las que se formulan las preguntas vitales sobre la época de la desaparición de personas. Félix Bruzzone, hijo de desaparecidos, en Las chanchas utiliza un relato ficcional con marcianos y parodias, en las que la propia secuestrada asiste a la marcha por su ausencia y, en silencio, interpela la presencia ambulante de sus padres.

No hay nada de ficción en Casita robada, pero sí el mismo recurso de Brumaria y Germinal de nutrirse del testimonio de la niña Herminia con quien jugaban, hija de desaparecidos. Cerutti, como una muñeca que se resiste a su condición, construye su memoria con los relatos de los sobrevivientes con quienes había jugado en la Casa Grande, ubicada en la calle Viamonte al 5329, a escasos metros de la comisaría que no escuchó el escándalo (otro rasgo ficcional de la realidad) que armaron las bestias (como las describe la autora) la madrugada del 12 de enero de 1977, levantando encapuchado de su cama al “viejo hijo de puta” que “vamos a matar”, poniendo boca abajo a la nona Josefina, rompiendo a culatazos las puertas, robando hasta teléfonos y vajilla y, como al pasar, intentando usurpar el cuerpo de una tía. Sólo se salvó el escribano Coco, padre de María Josefina, pero no por compasión selectiva de los invasores, sino gracias a los efectos del alcohol que había dejado fuera de combate a ese ocasional subversivo postrado en un sillón.

La Casa Grande que incluía la Casita de donde secuestraron al tío Omar Masera Pincolini, era más grande de lo que todos pensaron. Una mansión estilo pompeyano que había albergado a tres generaciones con diez habitaciones, patio, jardín, pileta de natación, galería, corral, estanque con peces, árboles, frutales y un sótano (¡Ay irónicas simetrías del destino, con los últimos momentos de los 75 años del nono Victorio, en el sótano de la Escuela de Mecánica de la Armada, cediendo bajo tortura sus bienes!). No sólo personas, sino las decenas de hectáreas de viñedos que extendían esa grandeza, también fueron desaparecidas por el almirante Massera, con el urbano fin de lotear un coqueto barrio, con el nombre de las primeras sílabas de los apellidos de dos de sus esbirros: Will-Ri (William y Ríos), en demostración de la obscenidad e impunidad de época.

Coqueto y cerrado se pensó el barrio (bautizado por la democracia reciente Barrio Casa Grande), para que la memoria no llore ni se indigne ante el nombre de sus calles Honor, Amor, Equidad, Justicia, Caridad, que continúan usurpando, hasta hoy, el origen italiano que había soñado el nono sumergido en las aguas del Río de la Plata, en recuerdo de la cultura piamontesa del siglo XIX que le permitió convertirse, a su padre Manuel, en pionero de la vitivinicultura mendocina.

La casa era más grande de lo que todos pensaron porque esa madrugada hubo lugar, además, para que el Estado terrorista en pleno entrara en ella y la subvirtiera para siempre: viñedos transformados en cemento, una casa dividida en dos separadas y extrañas, secados para siempre el jardín y la pileta porque esas hectáreas del caluroso desierto se transformaron en el invierno del País de nieve de Kawabata, propicio para un supermercado modernamente acondicionado, que evitaron los vecinos incondicionales a la historia transcultural chacrense.

Casita robada no es un relato fantástico pero trata sobre todos estos hechos inverosímiles producto del realismo subversivo estatal.

El título y el subtítulo de esta obra anticipan el tema central, el más visitado por la literatura revisionista de los setenta. La virtud del texto es que detrás del diminutivo, como si fuera un juego, la autora hilvana espesas historias que se desenvuelven en el interior de la casa a lo largo de muchos años. Imposible no identificarse o sentir cercanía con alguna de ellas. El modelo de familia inmigrante tutti insieme a la manera de Los Campanelli, la popular serie televisiva de esa misma época, la nona italiana socialista (versión mendocina) que amenaza con la comida fatto in casa para el familiar que no se pliegue a las marchas, los hombres exitosos de la familia con sus rasgos violentos, infieles y adictivos, la belleza y frustración de sus mujeres, el esplendor empresarial y los problemas económicos que llevaron al tío Buby a meter los muchachos de la Tendencia Revolucionaria con valijas llenas de dólares en la casa (¡tan grande era ella!), ante la mirada distraída del conservador Victorio preocupado por conservar su empresa.

Ni el nono ni ningún otro Cerutti creyó en peligro alguno dentro de la Casa Grande. Confiaron en la lógica perversa de una de las primeras medidas de la Junta Militar, permanecer durante la noche encerrado para facilitar el trabajo de limpieza de los comandos militares y sus auxiliares locales, el personal policial. Desconocedores de la historia dictatorial, impotentes ante un poder omnímodo, la familia no advirtió que en los regímenes de facto la dimensión pública y privada del hombre se confunden. Cualquier rincón de la privacidad desaparece junto con los cuerpos que la gozan. Casita robada es la prueba literaria del fin de la privacidad que alerta sobre las intromisiones de las democráticas potencias en cualquier país, ya no con la excusa del guerrillero comunista, sino con un estereotipo mucho más volátil y maleable, el de terrorista.

El espanto, según la autora, continuó bajo otro rostro cuando comenzó la búsqueda de los secuestrados, dos días después de la desaparición forzada en Buenos Aires del abogado Conrado Gómez y del contador Horacio Palma, vinculados al sector financiero de la organización Montoneros. Como el Josef K. de Kafka que en vano interrogó a sus captores, guardianes, juez de instrucción, abogado y ejecutores, los Cerutti inútilmente golpearon las puertas de la iglesia católica, embajadas, ejército, aeronáutica, marina, gendarmería, policía. No sólo fue inútil la búsqueda, porque la sospecha oficial fue perversamente transmitida sobre la guerrilla. Es decir, los sobrevivientes tenían que buscar el responsable de la desaparición en el seno de la familia víctima.

El almirante Emilio Eduardo Massera fue criado en una familia católica, recibió varias condecoraciones a lo largo de su carrera, hasta llegar a ser el más joven militar de la historia argentina en el cargo de Comandante en Jefe de la Armada, por decisión del presidente Perón, cargo que antes le había propuesto el radical Balbín si ganaba las elecciones de 1973. Famoso por sus concurridas visitas a la discoteca de moda Mau Mau en la exclusiva calle Arroyo, y amante de modelos y vedettes, el almirante puede ser tildado, sin riesgo, de hombre común practicante de la frivolidad, banal como el genocida nazi Eichmann descripto por Hannah Arendt, orgulloso de haber obedecido órdenes y cumplido con fidelidad el imperativo categórico de Kant.

Es saludable para la democracia, para su continuación ininterrumpida, buscar la explicación lejana o primera de lo extraordinariamente monstruoso en el carácter común y superficial de las personas con poder y sin control, en la normalidad de las instituciones republicanas que la burocracia subvierte imperceptiblemente. Esta propuesta arendtiana no es explícita en Casita robada, pero el lector la encontrará sutilmente insinuada en la descripción del terroir que hizo que la casa fuera grande.

1 Comentar este artculo

  1. Manuel del Campo Dijo:

    Una historia tremenda, nos muestra la vulnerabilidad de las personas comunes, frente al poder del estado. Entiendo a la República como única protección.

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