Por Nicolás Sosa Baccarelli
Se nos presenta a veces como una suerte de arqueólogo intuitivo y módico. Como un detective pampa que escudriña la noche y sabe que nadie (NADIE) se mueve sin dejar un rastro. Observador metódico, microscópico, obsesivo. Fue perito siempre dispuesto a prestar su sapiencia a la justicia, y esto le deparó un trato social, aún más considerado. Sabe seguir la huella de una persona, de un animal o incluso de una cosa luego de mucho tiempo de haber sido plasmada sobre el terreno.
El rastreador más elemental no necesitaba más que echar un vistazo a la tierra, un par de huellas impresas por los cascos en el camino – aún en medio de las profusas huellas que deja el paso de una tropa-, para distinguir qué clase de animal era, cuándo pasó por allí, si iba ensillado o no, si iba lerdo o con prisa.
Pero hablemos del rastreador experto. No sé si habrá nacido otro como Calíbar, a quien Sarmiento conoció con más de ochenta años, “encorvado por la edad”, pero conservando su “aspecto venerable y lleno de dignidad”.
Cuenta el gran escritor sanjuanino que hacia 1830, un hombre condenado a muerte se había escapado de la cárcel. Calíbar fue encargado de buscarlo. El reo previendo que sería rastreado, había tomado las precauciones posibles. Precauciones inútiles. Acaso solo sirvieron para perderlo, porque comprometido Calíbar en su reputación, le hizo desempeñar con calor una tarea que perdía un hombre, pero que probaba su maravillosa vista. El prófugo aprovechaba todos los accidentes del suelo para no dejar rastros; cuadras enteras había marchado pisando con la punta del pie; trepábase las murallas bajas; cruzaba un sitio y volvía para atrás. Calíbar lo seguía sin perder la vista; si le sucedía extraviarse, al hallarle de nuevo el rastro, exclamaba: “Donde te mías d’ir”. Al fin llegó a una acequia de agua en los suburbios, cuya corriente había seguido aquel; para burlar al rastreador. ¡Inútil! Calíbar va por las orillas sin inquietarse, sin vacilar. Se detiene, examina unas hierbas y dice: “Por aquí ha salido, no hay rastro, pero esas gotas de agua en los pastos lo indican”. Entra en una viña, Calíbar reconoce las tapias que la rodean y dice: “Adentro está”. La partida de soldados se cansó de buscar, y volvió a dar cuenta de la inutilidad de las pesquisas. “No ha salido” fue la breve respuesta de Calíbar. No había salido, en efecto fue hallado y al día siguiente fusilado.
Cuando le hablaban al ya anciano rastreador sobre su reputación fabulosa, contestaba: “Ya no valgo nada, ahí están los niños”, señalando a los suyos, herederos de este oficio sagrado, y discípulos de este enorme maestro.
Nicolás Sosa Baccarelli